La Tienda Mágica de Segunda Mano
Yo, Lucía, a menudo recuerdo mi infancia, y cada vez vuelve a mi mente aquella tienda de segunda mano, como un rincón de prodigios al que mis amigas y yo nos colábamos al salir del colegio. Tenía once años, estaba en quinto de primaria, y el mundo me parecía lleno de misterios. Con Clara y Sofía, convertíamos los días normales en aventuras, y aquella tienda era nuestro tesoro, un lugar donde cada objeto guardaba su propia historia. Incluso ahora, años después, cierro los ojos y veo sus estanterías, el olor a libros viejos y esa emoción infantil que ya no se puede recuperar.
Aquel año éramos inseparables. Clara, con sus trenzas siempre deshechas, soñaba con ser arqueóloga, mientras que Sofía, la más seria del grupo, llevaba en su mochila un cuaderno donde anotaba “pensamientos importantes”. Yo, Lucía, estaba en medio—me encantaba imaginar, creyéndome a veces la protagonista de un libro o una exploradora. Después de clase, en vez de ir a casa, corríamos hacia la tienda de segunda mano al final de nuestra calle. Era un local viejo, con un cartel borroso y una puerta que chirriaba, pero para nosotras era como la cueva de Alí Babá, llena de secretos y maravillas.
La tienda era pequeña, pero adentro parecía infinita. Las estanterías estaban abarrotadas: candelabros antiguos, libros gastados, vestidos con encajes, relojes que ya no funcionaban. La dueña, doña Carmen, siempre estaba detrás del mostrador, tejiendo y regañándonos con cariño: “Niñas, ¡no toquéis nada, que algo se os va a caer!”. Pero nosotras no jugábamos—éramos exploradoras, buscadoras de tesoros. Clara encontró una vez un broche de cobre con forma de escarabajo y juró que era un amuleto de una princesa egipcia. Sofía hojeaba revistas de moda amarillentas, soñando con coser un vestido igual. A mí me encantaban los libros, especialmente uno con la cubierta gastada, sobre piratas. Soñaba con encontrar un mapa del tesoro escondido entre sus páginas.
Un día, en un frío noviembre, entramos otra vez en la tienda. Afuera lloviznaba, nuestras zapatillas chapoteaban, pero dentro olía a polvo y lavanda. Corrí directa a mi estantería favorita mientras Clara arrastraba a Sofía hacia una caja de bisutería. “¡Lucía, ven! —gritó Clara—. ¡Mira qué anillo!” En su palma brillaba un fino aro con una piedra verde, deslucida pero encantadora. “Tiene que ser de un castillo”, aseguró. Sofía, entrecerrando los ojos, añadió: “O del cofre de una condesa”. Nos reímos, probándonos el anillo por turnos, y yo me sentí como en un cuento.
Doña Carmen, al vernos tan emocionadas, se acercó sonriendo: “¿Os gusta? Solo son cinco pesetas, niñas. Lleváoslo antes de que alguien más lo pida”. ¡Cinco pesetas! Solo teníamos monedas para los churros del recreo, pero no nos rendimos. “¡Juntemos todo!”, propuse. Vaciamos nuestros bolsillos: yo tenía dos pesetas, Clara una y algo de calderilla, Sofía una y media. No llegaba, pero insistimos. “Doña Carmen —suplicó Clara—, ¿nos lo guarda? ¡Mañana le pagamos!” Ella negó con la cabeza, pero sus ojos reían: “Venga, lleváoslo, pero mañana sin falta”.
Salimos de la tienda como si hubiéramos ganado una batalla. El anillo lo guardó Sofía en su bolsillo, y todas lo tocábamos como si fuera mágico. Esa noche no podía dormir, imaginando que pertenecía a una aventurera que había cruzado océanos. Al día siguiente, pagamos la deuda—yo hasta renuncié a mi churro para juntar las últimas cincuenta céntimos. Aunque luego el anillo se perdió (Clara juraba que lo dejó en la mochila), esas emociones nunca se borraron.
Aquel local no era solo una tienda de cosas viejas. Nos enseñó a soñar, a creer en la magia, a ver lo extraordinario en lo cotidiano. Clara, Sofía y yo crecimos, nos separamos. Clara es geóloga ahora, Sofía diseñadora, y yo profesora de literatura. Pero cada vez que hablamos, alguien siempre dice: “¿Os acordáis de la tienda de segunda mano?”. Y nos reímos, como si volviéramos a tener once años, frente a estanterías llenas de historias.
Ahora vivo en una ciudad grande, y ya casi no quedan tiendas así. A veces entro en anticuarios, pero no es lo mismo—demasiado pulido, sin esa magia. Echo de menos el chirrido de la puerta, a doña Carmen, a nuestras ilusiones de niñas. Recientemente, encontré en una caja aquel libro viejo de piratas. Lo abrí, aspiré el aroma de sus páginas y me sentí otra vez en quinto de primaria. Quizás esa tienda fue nuestro tesoro, no por las cosas, sino por quienes éramos dentro de ella. Y agradezco al destino una infancia así—con amigas, sueños y una tienda de prodigios que siempre estará en mi corazón.