—¡Tienes un mes para abandonar mi casa! —anunció mi suegra con firmeza.
La vida con Adrián, mi marido, había sido un sueño: dos años de relación y luego la decisión de casarnos. Siempre me había llevado bien con mi suegra, Carmen Martínez. Me parecía una mujer amable y sabia, cuyos consejos valoraba y cuya opinión respetaba. Creía que había tenido una suerte increíble: una suegra que no se metía en nuestra vida, que no nos reprochaba nada y cuyo cariño me llenaba el corazón.
La boda la pagó Carmen entera. Mis padres, lamentablemente, no podían permitirse gastos grandes por problemas económicos y se limitaron a una contribución modesta. La fiesta fue maravillosa, y estaba segura de que nos esperaba una vida matrimonial feliz. Pero justo después de la boda, cuando aún estábamos en la nube de la felicidad, mi suegra nos llamó para una conversación seria. Sus palabras cayeron como un jarro de agua fría.
—Hijos, he cumplido con mi deber —dijo con una mirada fría y decidida—. He criado a Adrián, le he dado estudios, le he ayudado a casarse. Ahora sois una familia, y no quiero que os ofendáis, pero tenéis un mes para marcharos de mi casa. Es hora de que afrontéis la vida por vuestra cuenta. Sí, al principio será duro, pero aprenderéis a ser ahorradores, a salir de los apuros. Y yo… me merezco, por fin, vivir para mí misma.
Hizo una pausa y siguió, clavando cada palabra como un alfiler:
—Y no contéis conmigo si hablamos de nietos. Lo he dado todo por mi hijo, y no me quedan fuerzas para criar niños. Siempre seréis bienvenidos en mi casa, pero yo seré abuela, no niñera. Por favor, no me juzguéis mal. Lo entenderéis cuando lleguéis a mi edad.
Me quedé paralizada, como si me hubiesen dado un bofetón. Dentro de mí, un huracán de emociones: rabia, confusión, decepción. ¿Cómo podía hacer esto? Carmen disfrutaría de su amplio piso de tres habitaciones en el centro de Madrid, mientras Adrián y yo tendríamos que apañárnoslas en un alquiler, contando cada céntimo. ¡Y lo más indignante es que Adrián era dueño de una parte de ese piso! ¿Por qué tenía que irse? Y lo de los nietos… ¿Acaso no es lo que todas las abuelas desean, cuidar de sus nietos, mimarlos? Al parecer, la nuestra era la excepción.
Esperé que Adrián protestara, que defendiera nuestra posición, pero… se limitó a asentir. Sin rechistar, empezó a buscar pisos de alquiler y trabajos extra para pagar el nuevo techo. Yo ardía de furia. Mis padres no podían ayudarnos, pero ¿cómo era posible que Carmen, que siempre había parecido tan cariñosa, resultase ahora una egoísta sin corazón?
Cada día repetía sus palabras en mi cabeza, y cada vez dolían más. ¿Cómo podía borrarnos de su vida así? ¿De verdad todas sus sonrisas y muestras de afecto antes de la boda habían sido falsas? Me sentía traicionada. La idea de empezar de cero en una casa ajena me llenaba de angustia. Adrián, en cambio, estaba decidido. Decía que era nuestra oportunidad de demostrar que podíamos con todo, que éramos una familia de verdad. Pero ¿cómo iba yo a pensar en el futuro si todo lo que creía seguro se desmoronaba ante mis ojos?