Ahora solo pido un plato de sopa
Tengo setenta y siete años, y he llegado al día en que le pido a mi nuera, Lucía, apenas un plato de sopa. Hace no tanto, creía que sus obligaciones eran mantener la casa limpia, cocinar, hacer labores, cuidar de la familia, como yo lo hice en su momento. Pero la vida cambió, y yo, María del Carmen, comprendí que mis expectativas se quedaron en el pasado. Mi hijo Álvaro y Lucía me acogieron en su hogar, y ahora vivo aquí, sintiéndome a veces como invitada, otras como una carga. El corazón me duele con este pensamiento, pero trato de aceptar la realidad, aunque el resentimiento aún arde en mi interior.
Antes fui dueña de una casa grande. Me levantaba con el canto de los gallos, preparaba cocidos, horneaba empanadas, cosía cortinas, criaba a Álvaro. Mi marido, que en paz descanse, trabajaba en la fábrica, y yo cuidaba de nuestro hogar para que regresara al calor familiar. Creí que así debía ser: la mujer, guardiana del hogar, y la nuera, cuando llegara el momento, continuaría esas tradiciones. Cuando Álvaro trajo a Lucía, esperé que fuera como una hija para mí, que compartiéramos las tareas, las recetas, como en los viejos tiempos. Pero fue diferente.
Lucía es una mujer moderna. Trabaja en una oficina, siempre con el móvil, viste a la moda, rara vez cocina. Cuando se casaron, aún vivía en mi piso, pero hace dos años la salud me falló—las piernas se debilitaron, los mareos llegaron. Álvaro insistió: “Mamá, ven con nosotros, estarás mejor aquí”. Acepté, vendí mi piso para no ser una carga y les di el dinero para reformar su casa. Pensé que ayudaría en lo que pudiera. Pero Lucía no quiere mi ayuda—ni mis expectativas.
Desde el primer día noté que no le gusta que me meta en la cocina. Una vez le ofrecí hacer un cocido, como le gusta a Álvaro, y ella sonrió: “María del Carmen, no se moleste, pediré algo, será más rápido”. ¿Pedir? Yo creía que la comida era cuidado, no un botón en una app. Intenté limpiar, pero Lucía me detenía con suavidad: “No hace falta, tenemos un robot aspirador”. ¿Un robot? ¿Y dónde está el alma, el calor? Callaba, pero dentro de mí crecía la sensación de que sobraba. Álvaro, mi hijo, solo se encogía de hombros: “Mamá, Lucía lo lleva todo, descansa”. ¿Descansar? A mis setenta y siete, descansar no es quedarme sin hacer nada, sino sentirme útil.
Lo que más duele es su actitud. Siempre pensé que una nuera debe respetar a la suegra, ayudar, escuchar consejos. Pero Lucía hace todo a su manera. Prepara ensaladas con aguacates, no las albóndigas como le enseñé. Su casa está limpia, pero fría—sin esos detalles que la hacen viva: ni manteles bordados, ni olor a pan recién horneado. Una vez sugerí: “Lucía, ¿hacemos una empanada? A Álvaro le gustan de atún”. Ella respondió: “María del Carmen, ahora comemos menos harinas, es la dieta”. ¿Dieta? ¿Y el alma con qué se alimenta?
Empecé a resentirme. Creía que no me respetaba, que no valoraba mi experiencia. Intenté hablar con Álvaro: “Hijo, tu mujer no se hace cargo del hogar, todo lo piden, todo por el móvil. ¿Eso es una familia?” Pero él solo se rio: “Mamá, estamos bien, no exageres”. ¿Bien? Para ellos quizá, pero yo me siento como un mueble arrinconado. Mi vecina, cuando me quejé, dijo: “María, los tiempos cambian, las nueras ya no son como antes”. Pero no quiero culpar a los tiempos. Quiero que me vean, no solo que me den de comer y me acuesten.
Hace unos días, ya no pude más. Lucía preparaba la cena—algo con pollo y una salsa rara. Yo estaba en mi cuarto, escuchando cómo se reían con Álvaro, y de pronto me sentí ajena. Me levanté, fui a la cocina y dije: “Lucía, hazme un plato de sopa, por favor. Una sencilla, como me gusta, con patata”. Ella pareció sorprendida, pero asintió: “Vale, María del Carmen, mañana la hago”. Y ayer me trajo la sopa—normal, caliente, casi como la mía. La comí y casi lloro. No por el sabor, sino porque entendí: eso es todo lo que pido ahora. No labores, ni limpieza, ni mis reglas—solo un plato de sopa.
Entendí que mis expectativas eran de otra vida. Lucía no será como yo, y quizá no sea malo. Ella trabaja, se cansa, y yo, a mi edad, ya no puedo juzgar cómo debe ser su familia. Pero duele no ser necesaria como antes. Álvaro me quiere, lo sé, pero está ocupado con su vida. Y yo me siento en su casa pensando: ¿dónde quedó aquella mujer que lo llevaba todo? Solo queda una anciana que pide sopa.
He decidido no rendirme. Aprenderé a vivir de otra forma: veré mis telenovelas, pasearé por el parque, llamaré a mis amigas. Quizá le pida a Lucía que me enseñe a pedir comida por el móvil—a lo mejor me gusta. Pero no quiero ser una carga. Si ellos no me ven como madre y abuela, buscaré a quien le importe. Por ahora, solo pido un plato de sopa—y, tal vez, un poco del calor que tanto echo de menos.