La primera vez que me empujaron de la cama, pensé que era un descuido. Pero ahora estoy solicitando el divorcio.
En un pequeño pueblo cerca de Burgos, donde el viento invernal aúlla como presagio de desgracias, mi vida, que empezó con sueños de felicidad, se convirtió en una pesadilla. Me llamo Lucía, tengo 28 años y hace solo un mes que me casé con Álvaro. Pero lo que ocurrió en nuestra primera Nochevieja juntos fue la gota que colmó el vaso. He decidido divorciarme, y aunque el corazón me duele, sé que es lo correcto.
**Un cuento de hadas que se convirtió en trampa**
Cuando conocí a Álvaro, creí haber encontrado al amor de mi vida. Era encantador, atento, con esa chispa en la mirada que te hace suspirar. Salimos durante un año, y cada día estaba lleno de risas y proyectos de futuro. Me prometió una familia, un hogar cálido, hijos. Le creí con el alma. La boda fue íntima pero llena de cariño; nuestros familiares estaban felices, y yo me sentía en la cima del mundo. Sin embargo, apenas una semana después de casarnos, empecé a notar cosas raras en él, que al principio atribuí al cansancio o al estrés.
La primera señal de alarma llegó cuando, borracho en una fiesta con amigos, me apartó con rudeza al intentar llevarlo a casa. Pensé que había sido un descuido, que simplemente había bebido demasiado. Pero luego esos *”descuidos”* se repitieron. Álvaro podía alzar la voz si no hacía las cosas exactamente como él quería. Sus palabras dulces se volvieron frías, y sus abrazos, indiferentes. Intenté convencerme de que era algo pasajero, que estábamos adaptándonos. Pero la mañana del 1 de enero acabó con todas mis ilusiones.
**La pesadilla del primer día del año**
La Nochevieja la celebramos en casa. Yo preparé una cena especial, decoré el salón, soñando con que sería el inicio de nuestra vida feliz. Álvaro estaba de buen humor, brindamos con cava, reímos… Pero cuando se acercó la medianoche, empezó a beber sin control, y su alegría se tornó en agresividad. Cuando le sugerí ir a dormir, gritó: «¡No me amargues la fiesta!». Me retiré al dormitorio, esperando que se calmara.
A la mañana siguiente, desperté de golpe. Álvaro, con los ojos rojos y el aliento a alcohol, me empujó de la cama sin miramientos. Caí al suelo, el dolor me atravesó, pero más me dolió lo que dijo: «Me estorbas, levántate y haz algo útil». Me quedé helada, sin creer lo que oía. No era el Álvaro del que me enamoré. Intenté hablar, pero él solo me dio la espalda.
**La verdad que duele**
Ese incidente no fue algo aislado. En un mes de matrimonio, entendí que Álvaro no era quien creía. Sus *”empujones sin querer”*, sus palabras duras, su indiferencia… no eran errores, sino su verdadera cara. Podía humillarme delante de amigos, llamándome *”torpe”* si la cena no estaba a su gusto. Exigía que me adaptara a él, ignorando mis deseos. Y yo, con apenas 28 años, me sentía como una anciana enjaulada.
Mi madre, Carmen, lloró cuando le conté la verdad. Me rogó que aguantara: «Lucía, el matrimonio es trabajo, dale tiempo». Pero, ¿cómo aguantar a alguien que no te respeta? ¿Cómo construir una vida con quien te ve como su criada? Intenté hablar con Álvaro, pero solo se reía: «No exageres, eres demasiado sensible». Su falta de empatía me destrozó.
**La decisión que me salvará**
Ayer lo decidí: voy a pedir el divorcio. Me da miedo —nunca pensé que a mis 28 años estaría sola, con el corazón roto y los sueños hechos añicos—. Pero más miedo me da seguir con alguien que me anula. No quiero vivir temiendo que el siguiente *”empujón”* sea más fuerte. No quiero despertarme pensando que mi vida es un error.
Mis amigas me apoyan, aunque algunas, como mi madre, insisten: «Piénsatelo, quizá cambie». Pero yo sé que Álvaro no cambiará. La máscara se le cayó, y vi su verdadero rostro. Yo merezco más: amor, respeto, seguridad. Prefiero estar sola y que murmuren a mis espaldas, antes que perder mi dignidad.
**Un paso hacia lo desconocido**
El divorcio no es un final, es un principio. Sé que encontraré fuerzas para reconstruir mi vida. Quizá retome mi sueño de ser diseñadora, o me escape de viaje. Soy joven, tengo tiempo. Este dolor es el precio de mi libertad, y estoy dispuesta a pagarlo. Álvaro creyó que podría quebrarme, pero se equivocó. No soy su víctima; soy una mujer que sabe lo que vale.
Esta historia es mi grito por el respeto. Me casé por amor, pero me voy con la cabeza alta. Quizá aquel 1 de enero fue una pesadilla, pero me dio claridad. No permitiré que nadie me empuje nunca más —ni de la cama, ni de mi propia vida—.
**Elijo mi felicidad.**