Llegué a casa de mi hijo a las siete de la mañana con comida casera, y él me cerró la puerta en las narices. Estoy segura de que todo es culpa de su mujer.
Nuestra vida con mi marido siempre estuvo marcada por una sola persona: nuestro hijo. Tuvimos a nuestro niño tarde, y desde el primer día nos prometimos: nunca sentiría lo que yo sentí de pequeña. Crecí sin padre, y mi madre era fría, distante, como una desconocida. Nunca supe qué era el cariño materno, y juré que mi hijo jamás conocería el dolor que yo viví.
Miguel se convirtió en el centro de nuestro mundo. Trabajamos sin vacaciones, sin descanso, sin pensar en nosotros. Todo por él. Cuando estudiaba en el instituto, pedimos una hipoteca para comprarle un apartamento en el edificio de al lado. Fueron diez años de sacrificios, pero lo logramos. Para cuando se casó, ya tenía su propio hogar.
Nunca olvidaré el banquete de su boda, cuando le entregué solemnemente las llaves de ese piso. Su novia, Lucía, y su madre casi se echaron a llorar. Mi consuegra no dejaba de repetir que “haría cualquier cosa por su niña”, pero al final, ni dote ni ayuda… todo vino de nosotros.
Seguimos ayudando en lo que pudimos. ¿Quién, si no los padres, iba a apoyar a una pareja joven? Cocina, limpieza, la compra… incluso les compraba cosas para la casa. Lucía me llamaba preguntando dónde estaban los cubiertos o los manteles, como si no fuera su responsabilidad. Lo hice todo con el corazón. Sin pedir nada a cambio. Solo un simple “gracias”.
Pero la gratitud, al parecer, se quedó en otra vida. En su lugar, recibí rechazo, indiferencia, frialdad. Y ayer lo entendí: ya no soy bienvenida en esa casa.
El día empezó como siempre. A las siete de la mañana, antes de ir al trabajo, me planté en la puerta de mi hijo con un guiso recién hecho y unas cortinas nuevas, que combinaban con la vajilla y los manteles que les compré la semana pasada. Quería darles una sorpresa. Saqué la llave de mi bolso… pero no giraba. Habían cambiado la cerradura. Sin avisar.
Me quedé paralizada. Como una intrusa. Llamé a la puerta. Miguel abrió, y con una sonrisa le alcancé el táper, explicándole lo de las cortinas… pero ni siquiera me escuchó. Cruzó los brazos, con la mirada helada.
—Mamá —dijo con voz cortante—, ¿en serio? Son las siete de la mañana. ¿Te parece normal aparecer así, sin avisar? Si vuelve a pasar, nos iremos. Y no te diremos adónde.
La puerta se cerró de golpe frente a mí. Ni la comida, ni las cortinas. Me quedé allí, aturdida. Al final, desperté a la vecina para que les dijera que dejé el guiso en su casa.
Fui al trabajo con un nudo en la garganta. Todo temblaba dentro de mí. ¿Cómo podía ser? Gasté mi juventud por él. No viví para mí. Ayudé en todo. Me involucré porque creí que era amor. Que aún me necesitaban. Pero resulta que solo soy un estorbo. Algo indeseado.
Ahora dicen que los padres no deben nada. Pero nosotros no somos así. Lo dimos todo. Y más. Y ahora, solo recibo un “no te metas”. Ni un “gracias”. Solo una amenaza: “Nos iremos”.
Miguel nunca fue así. Es ella. Lucía. Ella cambió la cerradura. Ella le convenció de que su madre era un problema. Que el cariño es control. ¿Es eso justo?
A veces pienso: ¿habré hecho algo mal? ¿Debería haberme apartado? Pero ¿cómo no ayudar? ¿Cómo ignorar cuando sabes que puedes aliviarles la vida? ¿No es para eso lo que son los padres?
Ahora me pregunto: ¿cómo seguir? Mi hijo, mi Miguel, por quien viví, me ha dado la espalda. Todo por una mujer que decidió que sobraba.
Y lo peor… ni siquiera entendió cuánto me dolió.