Pesadilla maternal: la sombra del pasado y la amenaza del divorcio
El permiso de maternidad se convirtió para mí, Ana, en una prueba que casi destruye nuestra familia. En un pueblo pequeño a orillas del Tajo, esos tres años cuidando de nuestro primer hijo, Alejandro, transformaron mi matrimonio con Miguel en un campo de batalla. Ahora que la vida parece estable, mi marido insiste en tener un segundo hijo, pero los recuerdos de aquellos días oscuros me llenan de pánico. Su terquedad amenaza con devolvernos a las discusiones y, tal vez, al divorcio. ¿Cómo protegerme sin perder a mi familia?
Cuando nació nuestro hijo, estaba llena de ilusiones. Antes de la maternidad, nuestra vida juntos era perfecta. Estuvimos dos años de novios y otros dos viviendo juntos sin casarnos. No había peleas, ni por las tareas domésticas ni por el dinero. Repartíamos las obligaciones, hablábamos de todos los gastos y siempre llegábamos a acuerdos. Planificamos tener un hijo, nos preparamos para las dificultades, pero jamás imaginé lo dura que sería la realidad. Miguel, al que consideraba cariñoso y comprensivo, cambió hasta volverse irreconocible, y nuestro matrimonio empezó a resquebrajarse.
Los primeros meses con el bebé fueron un infierno. Yo, una madre primeriza, no sabía cómo manejar el llanto, los cólicos o las noches sin dormir. Mi vida giraba en torno a Alejandro, pero Miguel no lo entendía. Él creía que solo tenía que darle el biberón cada tres horas, ponerle el chupete y ya estaba libre. «Estás en casa, ¿qué tiene de difícil?», decía, reprochándome que ya no preparaba cenas elaboradas, que limpiaba menos o que sus camisas no siempre estaban planchadas. Si calentaba la sopa del día anterior, fruncía el ceño: «¡Esto ya no se puede comer!». Pero ayudar no entraba en sus planes. «Yo me parto el lomo en el trabajo, y tú en casa, podrías ocuparte», soltaba, ignorando que yo estaba ocupada con el niño las 24 horas.
Las peleas surgían por cualquier cosa: el polvo en una repisa, una sartén sin lavar, la comida de ayer. Miguel se negaba a ayudar incluso los fines de semana, respondiendo a mis peticiones con gritos: «¡Mi madre crió a tres hijos, cuidaba el huerto y cocinaba todos los días! ¿Y tú no puedes con uno en un piso?». Sus palabras me golpeaban como bofetadas. Me sentía inútil, y su indiferencia mataba el amor que sentía por él. Pero lo más doloroso fue el control económico. Cuando dejé de trabajar, Miguel decidió que era «derrochadora». Pedía una lista de la compra, pero solo adquiría lo que él consideraba necesario. Una vez tachó la visita a la peluquería: «Estás bien así, no hay que malgastar el dinero». Me ahogaba en humillación.
Mi matrimonio ideal se había convertido en una jaula. Soñaba con irme, pero no podía: no tenía casa ni trabajo. Entre lágrimas, decidí aguantar hasta el fin del permiso, volver a trabajar y marcharme con Alejandro. Esa idea me daba fuerzas para seguir. Pero, al final, algo cambió. Miguel me llevó a un salón de belleza, me compró ropa nueva para que «luciera perfecta» al reincorporarme. Cuando el niño empezó la guardería y yo volví a la oficina, Miguel se transformó. Volvió a ser el hombre atento y cariñoso del que me enamoré. Ayudaba en casa, dejó de contar cada céntimo, y yo no daba crédito. Las peleas se desdibujaron, los rencores se suavizaron, y aparté la idea del divorcio. Éramos familia otra vez.
Pero esa paz frágil ahora peligra. Hace unos meses, Miguel anunció: «Ana, quiero otro hijo». Sus palabras me golpearon como un rayo. Los recuerdos del permiso —gritos, reproches, soledad— volvieron con fuerza. «Sabes lo mal que lo pasé —intenté explicarle—. No quiero vivirlo otra vez». Pero él se limitó a decir: «Ahora gano más, lo superaremos. ¡Quiero un heredero!». Su insistencia crece, y veo en sus ojos la misma frialdad de entonces. No me escucha, no quiere entender lo mucho que me aterra volver a estar encerrada en casa.
Cada conversación sobre el segundo hijo termina en tensión. Miguel presiona más, y la angustia me oprime el pecho. Imagino noches en vela, sus reproches, el control del dinero, y me siento físicamente mal. «No estoy preparada, Miguel —le digo—. Dame tiempo». Pero él no cede: «Eres una egoísta, solo piensas en ti». Sus palabras duelen, y esa sombra del Miguel gritón regresa. Temo que volvamos al borde del divorcio, pero no puedo aceptar otro permiso. Aquellos tres años casi me rompen, y no quiero arriesgar mi salud, mi matrimonio, mi alma.
Por las noches, doy vueltas en la cama, dividida entre el miedo y la culpa. Miguel sueña con una familia numerosa, y yo no puedo darle lo que quiere. ¿Seré realmente egoísta? ¿O es que él no ve lo profundo que me hirió? Le quiero, quiero a Alejandro, pero la idea de otro hijo me atraviesa como un cuchillo. Si Miguel sigue presionando, las discusiones volverán a ser brutales, y yo pensaré otra vez en marcharme. ¿Cómo encontrar una salida? ¿Cómo hacerle entender que la maternidad no fue alegría, sino una pesadilla que no quiero repetir?
En el silencio de nuestro piso, miro a Alejandro dormido y siento cómo el corazón se me encoge de amor y temor. Quiero salvar nuestra familia, pero no sé si tendré fuerzas. Miguel no cede, y cada día la distancia entre nosotros crece. Si no encontramos un acuerdo, este matrimonio, que tanto costó reconstruir, se derrumbará. Estoy en una encrucijada, y cada paso parece acercarme al abismo.