Hoy necesito desahogarme. Mi suegra viene, juega un rato con el niño y se va tan contenta. Y yo… a cocinar, limpiar y sonreír como si nada.
Leí un artículo titulado «No quiero cuidar de mis nietos los fines de semana» y pensé: esto es mi vida. El tema me tocó la fibra, sobre todo a quienes estamos en ese rol de «ama de casa con un bebé y la suegra siempre al hombro».
Mi hijo no ha cumplido ni un año. Solo tiene una abuela: Carmen Ruiz, la madre de mi marido. Actriz de teatro jubilada, pero con ese dramatismo y voz de escenario que nunca la abandonó. No pierde ocasión para decir lo que adora a su nieto. «Siempre estoy aquí, dispuesta a ayudar» suena precioso, pero la realidad… es otra.
Desde que se jubiló antes de tiempo, le sobran horas libres y días sin ocupar. Así que aparece. No para echarme una mano ni para relevarme un par de horas, sino «de visita». Y siempre los fines de semana, cuando mi marido está en casa. Le encanta que «todos estén reunidos». A veces trae a su esposo, pero él va a su aire, vive en su mundo, hasta duermen en habitaciones separadas.
Imagina: el niño llora porque le salen los dientes, el vientre le duele, yo estoy al límite, sin dormir en dos noches, parezco un fantasma. Y entonces me dicen: «¡Llega ayuda!» Y esa «ayuda» es Carmen, impecable, con juguetes y una bolsita de turrones. Se sienta en su sillón favorito, coge al niño, le hace fotos, le besa, se ríe. Todo muy bonito, pero yo debo ser la anfitriona perfecta, con la casa reluciente y la comida recién hecha.
Al principio, fregaba el suelo antes de que viniera, hacía un pastel, sopa, ensaladilla. Luego entendí que no podía más. Intenté que mi marido colaborara, pero él, pobre, después de la semana solo quiere paz. Pero «mamá viene» y se acabó. Deja el descanso, limpia el baño, quita el polvo, le seca la nariz al niño.
Mi suegra jamás me ha dicho: «Descansa, yo me quedo con el pequeño, tú vete a reposar». No. Viene para divertirse. Juega un rato y se marcha. Si se aburre, coge el bolso y adiós. A veces no llega ni a media hora. Y a mí me deja con los platos amontonados, el niño cansado y cero alivio. Eso sí, los vecinos después alaban: «¡Vaya abuela! Siempre pendiente, qué atenta». Claro… pendiente, pero no de quien lo necesita.
Me han aconsejado: «No limpies. No cocines. Que vea la realidad». Pero prueba a hacerlo cuando te mira con desaprobación por cada mota de polvo, por una taza sin lavar. Mi marido también pregunta: «¿No podemos recibir a mi madre una vez por semana?».
Y yo me siento culpable. Como si fuera egoísta. Como si no quisiera que mi hijo tuviera abuela. Pero ¿esto es ayuda? Es puro teatro, amor para las fotos. ¡El nietito, la familia! Y luego, a casa, a ver su serie. Y yo me quedo con los platos sucios, las noches en vela y los nervios destrozados.
Ayuda de verdad sería que se llevara al niño a su casa. Que me regalara un domingo libre. No montar una escena en mi cocina. No, ella no está obligada. Pero yo tampoco soy la criada para preparar banquetes cada domingo al mediodía. Soy una madre. Agotada, sin dormir y al borde del colapso. Y mientras todos repiten qué abuela tan maravillosa es, yo solo sueño con un fin de semana en el que nadie toque al timbre con una caja de bombones y el consabido: «Bueno, ¿cómo va todo por aquí?».
Gracias por escucharme.