**La suegra en nuestro piso**
Ni siquiera sé cómo es posible, pero estoy en una situación que me pone los pelos de punta. Mi marido, Javier, ha decidido, en serio, que su madre, doña Carmen, debe mudarse a nuestro nuevo piso en Madrid. ¡Justo el piso con el que soñamos desde los 17 años, por el que ahorramos durante años, pedimos una hipoteca y decoramos cada rincón! Y yo, rotundamente, no quiero que viva con nosotros. Ahora me enfrento a una elección: defender lo mío, arriesgándome a pelearme con Javi, o tragarme el orgullo y convertir nuestro sueño en una pensión. Sinceramente, estoy perdida, pero ya no puedo callarme más.
Con Javier empezamos a salir cuando teníamos 17. Éramos solo dos adolescentes enamorados que soñaban con el futuro: nuestro piso, un hogar acogedor donde solo estuviéramos nosotros y, quizá algún día, nuestros hijos. Imaginábamos eligiendo el papel pintado, montando el sofá, tomando café en el balcón. Esos sueños nos mantuvieron unidos mientras estudiábamos, trabajábamos y recortábamos gastos para juntar la entrada. Y, después de años, por fin compramos un piso en Madrid—pequeño, pero nuestro. Aún recuerdo cuando entramos por primera vez: habitaciones vacías, olor a pintura fresca y esa sensación de que era el inicio de algo nuevo. Lo decoramos con cariño: yo elegí las cortinas, Javi montó los muebles, discutimos hasta por el color de la alfombra. Era nuestro nido, nuestro pequeño mundo.
Y entonces, hace un mes, Javi soltó de repente: «Lola, creo que deberíamos traer a mi madre a vivir aquí». Al principio pensé que bromeaba. Doña Carmen vive en un pueblo de Toledo, a dos horas en coche. Tiene su casa, su huerto, sus vecinas con las que toma el té. ¿Para qué mudarse con nosotros? Pero Javi iba en serio. «Ya es mayor —dijo—, y sola le cuesta. Tenemos espacio, así que vivirá con nosotros». Me quedé helada. Nuestro piso es un dos ambientes: un dormitorio para nosotros y otro que dejamos libre, pensando en un futuro cuarto de niños o despacho. ¿Y ahora iba a ocuparlo mi suegra?
Intenté explicarle que no era buena idea. Primero, doña Carmen tiene mucho carácter. Le gusta que todo sea a su manera y no duda en decirme cómo cocinar, limpiar o incluso vestirme. Cuando viene de visita, en un día ya me siento como invitada en mi propia casa. Reorganiza mis cacerolas, critica mi cocido y me enseña cómo lavar las camisas de Javi. ¡Y ahora imagina que viva aquí todos los días! Me volveré loca. Además, por fin teníamos nuestro espacio, donde podíamos ser nosotros mismos. Somos jóvenes, queremos libertad, tardes improvisadas, silencio. Con doña Carmen eso se acabará—hasta la televisión la pone a todo volumen.
Pero Javi no parece escucharme. «Lola, es mi madre —dice—. No podemos dejarla sola». No digo que no haya que cuidar de los padres. ¿Pero a costa de nuestro hogar? Le propuse otras opciones: visitarla más, ayudarla con reformas, contratar a una cuidadora. Pero él se mantuvo firme: «Vivirá con nosotros, y punto». Le pregunté: «¿Al menos me preguntaste si yo quería?». Solo se encogió de hombros: «Pensé que lo entenderías». ¿Entender? ¿Y quién me entiende a mí?
Llamé a mi amiga Lucía para desahogarme. Me escuchó y dijo: «Lola, si cedes, te arrepentirás siempre. Es vuestra casa, tienes derecho a decidir». Y tiene razón. No es que me caiga mal doña Carmen, pero no quiero compartir techo con ella. Sé cómo terminará: metiéndose en todo, desde cómo educar a los hijos hasta cómo ordeno la nevera. Y Javi, en lugar de apoyarme, dirá: «Aguanta, es mi madre». Ya veo cómo nuestro sueño de un hogar feliz se convierte en discusiones y tensiones.
Ayer me armé de valor para hablar en serio. Me senté con Javi y le dije: «Cariño, te quiero, pero no estoy preparada para que tu madre viva aquí. Es nuestro hogar, lo creamos para nosotros. Busquemos otra manera de ayudarla». Frunció el ceño y preguntó: «¿Estás en contra de mi madre?». Casi le grito. ¿En contra? ¡No! Solo quiero proteger nuestra paz. Discutimos casi una hora, y al final dijo: «Piénsalo bien, Lola. Si planteas las cosas así, todo puede cambiar». ¿Cambiar qué? ¿Nuestro matrimonio? ¿Nuestro sueño? Me fui a dormir con el corazón encogido, pero no pienso dar mi brazo a torcer.
Ahora medito qué hacer. Quizá un compromiso: que doña Carmen venga unas semanas, pero no para siempre. O alquilarle un piso cerca. Estoy dispuesta a ayudar, pero no a sacrificar mi casa. También temo que Javi elija a su madre, y entonces debamos decidir cómo seguir. Da miedo, pero no callaré. Llevamos años luchando por este piso, por nuestra vida. Y no permitiré que se convierta en algo ajeno.
Mi madre, al enterarse, me dijo: «Lolita, defiende lo tuyo. El hogar es tu refugio, y hay que protegerlo». Tiene razón. No quiero pelearme con Javi, pero tampoco ceder. Doña Carmen puede ser buena persona, pero deberá respetar nuestros límites. Y Javi tendrá que elegir: el bienestar de su madre o el de nuestra familia. Confío en que hallaremos una solución, pero por ahora, me preparo para la batalla. Porque este piso no son solo paredes: es nuestro sueño. Y no pienso renunciar a él.