Me llamo Carmen López. Mi hijo Javier era el sentido de mi vida. Desde que terminó el instituto, vivíamos los dos solos en Sevilla. Intenté no entrometerme en su vida personal, aunque de vez en cuando alguna chica pasaba por casa. Un par de veces parecía que todo iba hacia una boda, pero al final nunca se daba.
Javier siempre soñó con una familia fuerte y unida, pero al parecer no todas sus parejas compartían ese deseo. La última chica le dijo claramente que no quería vivir con un “hijo de mamá”. Escuchar eso me dolió especialmente, porque jamás me entrometí en sus relaciones, ni les di mi opinión sin pedírsela, ni los controlé. Pero supongo que mi simple presencia ya era un problema para ella.
Entendí que, mientras viviéramos juntos, a mi hijo le costaría formar su propia vida. Tomé una decisión difícil: me fui al pueblo, a la casa de mis padres, para darle espacio. Pasó un año. En ese tiempo, Javier se casó, y esperaban un bebé para finales de enero. Durante todo ese tiempo, mi hijo no me invitó a visitarlos, pero no me molesté. Pensé que los recién casados necesitaban tiempo para ellos.
Se acercaba la Navidad, y decidí ir a verlos con antelación, en diciembre. No solo quería visitarlos, sino ayudar: por si necesitaban preparar algo para el bebé, aconsejarles o apoyar a mi nuera si las cosas se ponían difíciles. Llevé bolsas con regalos, mermelada casera, una manta tejida a mano y detalles. Creí que se alegrarían. Esperaba poder pasar Nochebuena juntos, quedarme una semana, ayudar con la casa, fregar los suelos, cocinar… Al fin y al cabo, soy su madre, y siempre estaré ahí cuando me necesiten.
Pero nunca olvidaré cómo me recibió Javier. Abrió la puerta y desde el umbral me dijo: “Mamá, podrías haber avisado… No tenemos sitio. Pronto viene la madre de Laura, ya lo habíamos acordado. Lo siento, pero no puedes quedarte”. Ni siquiera me invitó a pasar, se quedó parado como si fuera un extraño, como si yo fuera una vecina que apareció sin avisar.
Entré igualmente, insistí. Me senté un rato en la cocina, tomamos café. Javier fingía que todo estaba bien, preguntaba por mí, pero miraba el reloj cada cinco minutos. Lo entendí. No me esperaba. No me quería allí. Ni siquiera intentó disimular su incomodidad.
Después me ayudó a llevar las bolsas a la parada y me puso en el último autobús. En Nochebuena. En la fiesta que siempre habíamos celebrado en familia. Esa noche lloré como no lo había hecho ni cuando enterré a mi marido. Porque sentí que me habían borrado de sus vidas. Ya no me necesitan. Ni mi ayuda, ni mi cariño. Sobro.
Pasó una semana. Ni una llamada. Ni un mensaje. Ni una disculpa. Como si nada hubiera pasado. Como si yo no hubiera ido. Como si fuera nadie. Aunque toda mi vida la dediqué a mi hijo. Trabajé en dos empleos para que él pudiera estudiar, viví con lo justo para que él tuviera más. Y ahora no merezco ni un simple “gracias” ni quedarme en Navidad.
No sé qué hice para merecer esto. ¿Acaso el amor de madre ya no vale nada? ¿Una madre que lo dio todo por su hijo debe volver a casa sola, con el corazón roto y sintiéndose innecesaria?…