La Suegra y su Ultimátum
Esta mañana, mi nuera Lucía me miró fijamente a los ojos y anunció: “Valentina, a partir de hoy, querida suegra, no comerás ni un solo plato que yo prepare. Haz lo que quieras, te asigno un estante en la nevera, cocina para ti sola. Y preferiblemente antes de que yo me levante o regrese del trabajo”. Me quedé paralizada, como si un rayo me hubiera caído encima, sin creer lo que escuchaba. ¿Acaso me estaban echando de la cocina, a mí, la suegra que siempre cocinó para la familia? Aún hiervo de indignación, y necesito desahogarme, porque si no, estallaré ante tanta insolencia.
Vivo con mi esposo, Antonio, en la misma casa que nuestro hijo Javier y su esposa Lucía desde hace dos años. Cuando se casaron, les propusimos mudarse con nosotros—la casa es grande, hay espacio para todos, y pensé que podría ayudar a la joven pareja. Al principio, Lucía parecía una chica encantadora: sonreía, agradecía las comidas, incluso me pedía recetas de mis croquetas. Yo, como una tonta, me alegraba de que Javier tuviera una esposa así. Cocine para todos, limpié, me esforcé para que estuvieran cómodos. ¡Y ahora me suelta esto! Como si fuera una extraña en mi propia casa, como si mis cocidos y empanadas fueran indignos de su majestad.
Todo empezó hace unos meses, cuando Lucía comenzó a quejarse de que yo “cocinaba demasiado”. Decía que estaba a dieta y que mis platos eran “pesados”. Me sorprendió—¿quién la obligaba a comer mis empanadas? Si quiere dieta, que hierva brócoli, no me opongo. Pero en vez de eso, empezó a criticarlo todo: la sopa demasiado salada, las patatas poco hechas, el “exceso de aceite”. Me callé, porque no quería peleas. Javier, mi hijo, también me decía: “Mamá, no le hagas caso, Lucía está estresada con el trabajo”. Pero yo sabía que no era el estrés. Había decidido que la cocina era su territorio y que yo sobraba.
Y ayer llegó el colmo. Como siempre, por la mañana hice tortitas—finas, con los bordes crujientes, como a Javier le gustaban desde pequeño. Las puse en la mesa y llamé a todos a desayunar. Lucía bajó, miró las tortitas como si fueran el enemigo público, y dijo: “Valentina, ya te pedí que no cocinaras tanto. Javier y yo ahora desayunamos avena”. Quise responder que la avena no estaba prohibida, pero entonces soltó aquel ultimátum. ¡Un estante en la nevera! ¡Cocinar para mí sola! ¡Y esto en mi casa, donde he sido la dueña durante cuarenta años, donde cada rincón lleva el sudor de mi esfuerzo!
Intenté hablar con Javier. Le dije: “Hijo, ¿ahora tengo que cocinar aparte, como en una pensión? Esta es tu casa, pero no soy la criada”. Pero él, como siempre, intentó mediar: “Mamá, Lucía solo quiere su espacio. Intenta entenderla”. ¿Espacio? Y ¿dónde está el mío? He vivido para la familia, y ahora me relegan a un estante en la nevera. Antonio, mi marido, tampoco me apoyó. “Valentina, no exageres—me dijo—. Lucía es joven, quiere sentirse la dueña”. ¿La dueña? ¿Entonces yo qué soy?
La verdad, no sé cómo reaccionar. Una parte de mí quiere hacer las maletas e irme a casa de mi hermana en otra ciudad, que ellos se arreglen solos. Pero esta es mi casa, mi cocina, ¡mi hijo! ¿Por qué tengo que ceder? Siempre he intentado ser una buena suegra: no me metía en sus asuntos, no criticaba sus experimentos con ensaladas veganas, incluso lavaba los platos cuando ella estaba “cansada”. Y ahora me borra de la familia como si fuera una intrusa.
Anoche, al final, entré en la cocina y preparé mi cena—patatas con setas, como me gustan. Lucía, al verme, resopló: “Así está mejor, ¿verdad, Valentina?”. Me callé, pero por dentro hervía. ¿Mejor? ¿Es mejor que la familia esté dividida en platos de “tú” y “yo”? Siempre creí que la comida unía, que en la mesa se arreglaban las cosas. Ahora, tenemos una guerra por tortitas y un estante en la nevera.
No sé qué hacer. ¿Hablar con Lucía con sinceridad? ¿Decirle que me duele, que no quiero vivir como una invitada en mi propia casa? Pero temo que volverá a culparme, dirá que “presiono” o que “no respeto sus límites”. ¿O quizá dejar de cocinar del todo? Que Javier y ella coman su avena, y yo pediré pizza. A ver cuánto aguantan sin mis croquetas.
Pero lo que más me duele es Javier. Está entre la espada y la pared: yo, su madre, y su esposa, que claramente quiere que elija. No quiero que sufra, pero tampoco me humillaré. He trabajado toda la vida, criado a mi hijo, construido esta casa. ¿Y ahora una mocosa me dice cuál es mi lugar? No, Lucía, así no.
De momento, mantendré la calma. Cocinaré para mí, como ordenó, pero no me rendiré. Quizá recapacite al ver que no voy detrás de ella pidiendo perdón. Pero si no, tendré que hablar seriamente con Antonio y Javier. No quiero guerra en la familia, pero tampoco callaré más. Esta casa es mía, y tengo derecho a mi plato en la mesa. Y Lucía que piense si sus “límites” valen el precio de romper nuestra familia.