Nuestro abuelo, José Antonio Martínez, siempre fue el pilar de nuestra gran familia a sus setenta años. Su palabra era ley, y su sabiduría, nuestra guía. Nosotros, sus hijos, nietos y bisnietos, lo respetábamos y seguíamos cada uno de sus consejos. Así fue hasta hace poco. José Antonio y nuestra difunta abuela Carmen habían compartido más de cuarenta años de amor y complicidad. Juntos criaron a dos hijos —nuestros padres—, tres nietos y tres bisnietos. Nuestra familia era un clan unido por alegrías, penas, festividades y adversidades.
El abuelo y la abuela eran nuestro sustento. Su amplia casa en un pueblo tranquilo cerca de Sevilla, rodeada de un cuidado huerto y jardín, era para todos nosotros un segundo hogar. Con alegría se ocupaban de las tareas del campo, y nos sorprendía su energía inagotable. Éramos una familia muy unida: celebrábamos todas las fiestas juntos, íbamos de excursión al lago de Sanabria y organizábamos viajes a los mejores balnearios en la Costa del Sol para ellos.
Compartíamos gastos y hacíamos lo posible por su felicidad. A cambio, ellos nunca nos dejaban desamparados: nos enviaban conservas caseras, ayudaban con dinero e, incluso, una vez nos echaron una mano con la hipoteca de nuestra casa nueva. Su amor y cuidados eran invaluables.
Pero hace tres años, la abuela falleció, y todo cambió. El abuelo quedó solo, y veíamos lo difícil que le era sobrellevar el dolor. Se refugió en las labores del campo, intentando llenar el vacío. La casa y el terreno requerían esfuerzo, pero sus fuerzas ya no eran las de antes. Le rogamos que se mudara a la ciudad con nosotros —¿para qué sufrir solo en el pueblo?—, pero él se mantuvo firme.
—Esta es mi tierra —decía con determinación—. Aquí nací y aquí me quedaré. Con el huerto me las arreglo, no os preocupéis. Y Encarna me ayuda.
Encarna, la vecina, comenzó a visitarlo cada vez con más frecuencia. Al principio le llevaba comida casera —el abuelo nunca fue buen cocinero—. Le estábamos agradecidos por cuidarlo; no queríamos que se sintiera solo. Pero pronto, Encarna se mudó con él para quedarse. Incluso nos alegramos: el abuelo, todavía fuerte y lleno de vida, volvió a sonreír, y sus ojos recuperaron el brillo. Lo visitábamos, manteníamos el contacto.
La verdad es que Encarna, desde el principio, nos generaba desconfianza. Había algo en ella que no terminaba de gustarnos, pero ignorábamos esa sensación —lo importante era que el abuelo estuviera bien—. Sin embargo, al año de la muerte de la abuela, anunciaron que se casarían. Fue un golpe. Ni siquiera imaginamos que las cosas llegarían tan lejos. El abuelo nos puso frente a un hecho consumado, y no pudimos hacer nada.
No todos fuimos a la boda. Mi padre, el hijo mayor del abuelo, estaba furioso. Creía que había olvidado demasiado pronto a la abuela, traicionando su memoria. Entonces empezó la división en la familia. Pero lo peor vino después, cuando Encarna, ya como esposa del abuelo, mostró su verdadero rostro.
Impuso sus propias reglas. Ya no podíamos ir a ver al abuelo sin avisar —exigía que la llamáramos antes—. Las celebraciones familiares, siempre compartidas, se cancelaron. Ahora, el abuelo y Encarna pasaban el tiempo con sus parientes, como si se hubieran olvidado de nosotros. Hasta con los nietos y bisnietos, a quienes tanto quería, el abuelo dejó de hablar.
Peor aún, todas las joyas de la abuela, que debían heredarse como reliquias familiares, Encarna se las dio a sus hijas. Intentamos hablar con el abuelo, pero ella siempre estaba ahí, controlando cada palabra, obligándolo a poner el altavoz en las llamadas. En raros momentos sin su presencia, él igual nos rechazaba. Se volvió distante, frío, como si, bajo su influencia, hubiera olvidado quiénes éramos.
Intentamos explicarle que no queríamos su casa ni su herencia. Solo queríamos mantener unida a la familia, recuperar al abuelo que tanto significaba para nosotros. Pero él solo repetía: «Manteneos alejados de mi nueva familia». Esas palabras fueron las que más dolieron. ¿Cómo podía alguien que fue el centro de nuestras vidas darnos la espalda? ¿Y cómo seguir adelante sabiendo que nuestra familia, antes tan unida, se desmoronaba ante nuestros ojos?
Al final, comprendimos que el amor no se mide por el tiempo, sino por la libertad que damos a quienes amamos. A veces, proteger a alguien significa dejarlo ir, aunque duela. Y que, en la vida, las personas cambian, pero los recuerdos y el cariño verdadero perduran más allá de cualquier distanciamiento.