Pesadilla de Maternidad: Sombras del Pasado y Riesgo de Divorcio

La pesadilla de la baja maternal: sombras del pasado y la amenaza de divorcio

La baja maternal se convirtió para mí, Ana, en una prueba que casi destruye nuestra familia. En un pequeño pueblo a orillas del Tajo, aquellos tres años de crianza con nuestro primer hijo, Leo, transformaron mi matrimonio con Miguel en un campo de batalla. Ahora que la vida ha vuelto a la calma, mi marido insiste en tener un segundo hijo, pero los recuerdos de aquellos días oscuros me llenan de pánico. Su terquedad amenaza con devolvernos a las discusiones y, tal vez, al divorcio. ¿Cómo puedo protegerme sin perder a mi familia?

Cuando nació nuestro hijo, Leo, estaba llena de esperanza. Antes de la baja, nuestra vida juntos era ideal. Tuvimos dos años de noviazgo y otros dos viviendo juntos sin casarnos. No había peleas, ni por la casa ni por el dinero. Compartíamos las tareas, hablábamos de gastos y siempre encontrábamos acuerdos. Planeamos tener un hijo, nos preparamos para las dificultades, pero jamás imaginé lo dura que sería la realidad. Miguel, a quien creía amoroso y comprensivo, cambió por completo, y nuestro matrimonio empezó a resquebrajarse.

Los primeros meses con el bebé fueron un infierno. Yo, madre primeriza, no sabía cómo lidiar con el llanto, los cólicos o las noches en vela. Mi vida giraba en torno a Leo, pero Miguel no lo entendía. Él creía que solo debía darle el pecho cada tres horas, ponerle el chupete y ya estaba libre. “Estás en casa, ¿qué tiene de difícil?”, decía, reprochándome que ya no cocinaba platos elaborados, que limpiaba menos o que sus camisas no siempre estaban planchadas. Si calentaba la sopa del día anterior, ponía mala cara: “¡Esto ya no se puede comer!”. Pero no pensaba ayudarme. “Yo me rompo el lomo en el trabajo y tú en casa, podrías apañártelas”, soltaba, ignorando que yo estaba ocupada con el niño las veinticuatro horas.

Las peleas surgían por cualquier cosa: polvo en los muebles, una sartén sin lavar, comida recalentada. Miguel se negaba a ayudar incluso los fines de semana, respondiendo a mis peticiones con gritos: “¡Mi madre crió a tres hijos, cuidaba la huerta y cocinaba cada día! ¡Y tú no puedes con uno en un piso!”. Sus palabras dolían como bofetadas. Me sentía inútil, y su indiferencia mataba el amor que le tenía. Pero lo más doloroso fue el control del dinero. Cuando dejé de trabajar, Miguel decidió que “gastaba demasiado”. Exigía listas de la compra, pero solo compraba lo que él consideraba necesario. Una vez tachó la visita a la peluquería: “Estás bien así, no malgastes el dinero”. Me ahogaba la humillación.

Mi matrimonio ideal se había convertido en una jaula. Soñaba con irme, pero no podía: no tenía casa ni trabajo. Entre lágrimas, decidí aguantar hasta el fin de la baja, volver a trabajar y marcharme con Leo. Esa idea me daba fuerzas. Pero, al final de la baja, algo cambió. Miguel me llevó a un salón de belleza, me compró ropa nueva para que “luciese perfecta” al volver al trabajo. Cuando Leo empezó la guardería y yo regresé a la oficina, Miguel fue otro hombre. Volvió a ser el hombre cariñoso del que me enamoré. Ayudaba en casa, dejó de contar cada céntimo, y no podía creerlo. Las peleas se olvidaban, los rencores se difuminaban, y abandoné la idea del divorcio. Éramos familia de nuevo.

Pero esa paz frágil está en peligro. Hace unos meses, Miguel anunció: “Ana, quiero otro hijo”. Sus palabras cayeron como un rayo. Los recuerdos de la baja —gritos, reproches, soledad— volvieron con fuerza. “Sabes lo duro que fue para mí —intenté explicarle—. No quiero pasar por eso otra vez”. Pero él lo rechazó: “Ahora gano más, lo lograremos. ¡Quiero un heredero!”. Su insistencia crece, y veo en sus ojos el mismo frío de antes. No me escucha, no quiere entender lo que me aterra: volver a estar encerrada en casa.

Cada conversación sobre otro hijo termina en tensión. Miguel presiona más, y siento cómo el miedo me aprieta el pecho. Imagino noches sin dormir, sus reproches, el control del dinero, y me siento enferma. “No estoy preparada, Miguel —le digo—. Dame tiempo”. Pero él no cede: “Eres una egoísta, solo piensas en ti”. Sus palabras duelen, y veo cómo regresa aquel Miguel gritón y nervioso. Temo que volvamos al borde del divorcio, pero no puedo aceptar otra baja. Aquellos tres años casi me rompen, y no quiero arriesgar mi salud, mi matrimonio, mi alma.

Por las noches, me quedo en vela, dividida entre el miedo y la culpa. Miguel sueña con una familia grande, y yo no puedo darle lo que quiere. ¿Seré egoísta? ¿O es que él no ve cómo me hirió antes? Le quiero, quiero a Leo, pero la idea de otro hijo duele como un cuchillo. Si Miguel sigue presionando, las peleas volverán a ser brutales, y yo pensaré de nuevo en irme. ¿Cómo encontrar una salida? ¿Cómo hacerle entender que la baja no fue alegría, sino una pesadilla que no quiero repetir?

Sentada en el silencio de nuestro piso, miro a Leo dormido y siento cómo el corazón se me encoge de amor y miedo. Quiero salvar nuestra familia, pero no sé si tendré fuerzas. Miguel no cede, y cada día la distancia entre nosotros crece. Si no encontramos un compromiso, este matrimonio, que tanto costó salvar, se romperá. Estoy en una encrucijada, y cada paso parece llevarme al abismo.

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