Sueños Pospuestos: Traición y Liberación

El sueño aplazado: traición y liberación

Desde que tenía memoria, Carmen soñaba con viajar a Italia. Se imaginaba paseando por las calles antiguas de Roma, admirando el atardecer en la costa amalfitana, donde los rayos dorados del sol acariciaban los acantilados blancos. Ese viaje era su mayor anhelo, la recompensa a años de trabajo, el ansiado respiro de la rutina en aquel pueblo a orillas del Tajo. Pero cada vez que Carmen mencionaba el viaje, su marido, Ernesto, encontraba una excusa para posponerlo.

«El verano que viene, Carmen, te lo prometo, iremos», decía él año tras año, con palabras vacías como un estribillo cansino. «Hay que terminar las reformas, pagar el préstamo, ahorrar un poco más». Al principio, Carmen le creyó. Había compartido su sueño desde los primeros días de su matrimonio, y Ernesto le aseguraba que irían juntos. Comenzó a guardar cada euro extra, alimentando la esperanza de que, algún día, pisarían tierra italiana. Pero los años pasaron, y aquel «verano que viene» se convirtió en una eterna promesa incumplida. Primero fue el trabajo, luego la nevera que se estropeó, después los ahorros que nunca bastaban. Carmen se convencía de que era temporal, de que acabarían yendo.

A los sesenta años, Carmen había reunido suficiente dinero para un viaje de dos semanas en primera clase: billetes de avión, hoteles frente al mar, visitas a lugares históricos. Volvió a mencionarlo, con los ojos brillantes de ilusión. Pero Ernesto, sin levantar la vista del móvil, soltó una risa burlona: «¿Italia? ¿A tu edad? ¿Qué vas a hacer ahí? ¿Pasear por ruinas con un bañador viejo? Ya no eres una niña, Carmen». Sus palabras le atravesaron como un latigazo. Carmen sintió que el aire le faltaba. Tras décadas de espera, comprendió que a Ernesto nunca le había importado su sueño. Para él, era solo un capricho sin valor.

Algo se quebró dentro de ella. Años de paciencia, de renuncias, se desmoronaron como un castillo de arena bajo las olas. Al día siguiente, mientras Ernesto trabajaba, Carmen tomó una decisión. Reservó el viaje—solo para ella. Se acabó esperar, se acabó pedir permiso. Hizo la maleta, dejó una nota—«Buena suerte con la pesca, Ernesto. Esta vez págatela tú»—y partió al aeropuerto.

Al pisar Roma, sintió que un peso inmenso se desprendía de sus hombros. Respiró el aire cálido, perfumado por los eucaliptos, y por primera vez en años se sintió libre. Mientras recorría el Coliseo o contemplaba los acantillados de Positano, entendió que había postergado su vida por los demás. Y sí, llevó aquel bañador—con orgullo, sin importarle las miradas. Era su momento, su vida.

Una noche en Positano, cenando frente al mar, conoció a Javier. Hablaron, rieron, compartieron historias. Carmen sintió algo que llevaba años olvidado: ser vista, escuchada. Para Javier, no era «demasiado mayor»—era una mujer llena de vida, con sueños por cumplir. Pasaron el resto del viaje juntos, explorando callejuelas de Sorrento, probando vinos locales y creando recuerdos que Carmen atesoraría siempre.

Al regresar, descubrió que Ernesto se había ido. «Me voy a casa de mi hermano», decía su nota. Pero en vez de dolor, sintió alivio. Ya no esperaría a alguien que nunca valoró sus sueños. Meses después, seguía escribiéndose con Javier, y su corazón latía ante la idea de nuevas aventuras. Por primera vez en mucho tiempo, Carmen no esperaba que nadie le diera permiso para vivir—simplemente lo hacía.

Sentada en su balcón, contemplando el río, recordó cuando, años atrás, le había hablado a Ernesto de su sueño. Él le sonrió, le abrazó y le prometió: «Iremos». Pero aquella promesa se desvaneció entre facturas y excusas. Cada vez que mencionaba Italia, él la despreciaba, como si fuera una tontería. Carmen aguantó, se convenció de que cambiaría. Pero sus últimas palabras—«ya no eres una niña»—fueron la gota que colmó el vaso. No solo hirieron su orgullo; destruyeron su fe en aquel matrimonio.

Decidir viajar sola no fue fácil. Pasó la noche en vela, imaginando la ira de Ernesto, sus reproches. Pero al amanecer, supo que su vida era suya, y no dejaría que nadie le arrebatara sus sueños. Al reservar los billetes, el miedo dio paso a la determinación. Cuando el avión despegó, Carmen sonrió—de verdad, para sí misma—por primera vez en años.

En Italia, redescubrió a la mujer que había olvidado. Bailó al ritmo de la música callejera en Roma, probó el limoncello en una terraza frente al mar, rió con Javier hasta que le dolieron las mejillas. Él era mayor que ella, pero en sus ojos ardía la misma chispa—la sed de vivir que el tiempo no apaga. «Eres extraordinaria—le dijo una vez—. ¿Cómo pudiste esconderte tanto tiempo?». Esas palabras derritieron el hielo que llevaba décadas acumulando.

Ahora, desde su balcón, Carmen sabía que ya no era la mujer que pedía permiso para existir. No sabía qué le deparaba el futuro—nuevos viajes, encuentros con Javier, o algo distinto—. Pero, por primera vez, estaba lista para lo que viniese. Su viaje a Italia no fue solo un sueño cumplido. Fue su liberación.

¿Y tú? ¿Qué habrías hecho en su lugar?

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