**Ojo por ojo: el precio de la indiferencia**
En un acogedor pueblo ribereño del Tajo, Carmen López había dedicado años a ser la madre y suegra perfecta. Sacrificó tiempo, esfuerzo y dinero por la felicidad de su hijo y su nuera, pero su indiferencia y falta de gratitud le rompieron el corazón. Cuando su nuera, desesperada, le pidió ayuda, Carmen, por primera vez, se negó. Ahora se preguntaba: ¿era justa su venganza o solo el principio del fin de los lazos familiares?
Hace poco, sonó el teléfono. Era su nuera, Lucía. Su voz temblaba por la debilidad: «Carmen, por favor, ¡ven! Tengo fiebre alta, la garganta me duele muchísimo. ¡No puedo con la pequeña Marta!». Carmen, sentada en su piso de Madrid, respondió con frialdad: «Lo siento, Lucía, no puedo. Estoy en la aldea, en Extremadura, y no pienso volver». Colgó, sintiendo cómo la rabia y una amarga satisfacción hervían en su interior.
Al contárselo a su vecina Pilar, esta exclamó: «¡Carmen, qué haces! Sabes que no estás en el pueblo. ¡Lucía está enferma con una niña de tres meses! ¿Cómo puedes hacerle eso?». Carmen frunció el ceño: «Sí, mi nieta tiene tres meses. Pero Lucía se lo merece. Cinco años intenté ser su amiga. Les di dinero para la boda, les ayudé con la reforma, amueblé su casa. ¿Y alguna vez me dieron las gracias? ¡Nunca! Solo gastan en ropa de marca, móviles nuevos y viajes a la costa».
Su voz tembló al continuar: «Cuando Lucía estuvo embarazada, la llevé a los mejores médicos, incluso llevaba sus análisis a la clínica. Le preparaba comida casera en el hospital y antes del alta, limpié su casa hasta dejarla reluciente. ¿Y qué? ¡Ni una palabra de agradecimiento! Lo daban por sentado, como si fuera mi obligación». Pilar suspiró: «Carmen, los hijos a veces piensan así, que los padres deben ayudar». Pero Carmen negó con la cabeza: «¿Deben? Cuando yo les pedí ayuda, ¡me dieron la espalda!».
La única vez que Carmen pidió ayuda a su hijo, Javier, fue tras regresar de visitar a su hermana en Toledo, cargada con maletas pesadas. «Javi, ¿puedes recogerme en la estación?», le rogó. Él aceptó, pero una hora después, Lucía llamó: «Carmen, mejor coge un taxi. Javi tendría que pedir permiso en el trabajo y es muy temprano, no descansará». Carmen sintió que la ahogaba la indignación. «¡Encontraron tiempo cuando Lucía y la niña necesitaban ir al médico! ¿Pero para mí no?», se quejó con Pilar.
«Lucía tiene razón, no se puede faltar al trabajo así —intentó calmarla Pilar—. Javier mantiene a la familia». Pero Carmen no cedió: «¡Podría haberlo hecho! Rara vez pido ayuda, y ni siquiera llamaron para saber si llegué bien. Las maletas pesaban mucho, y al final, unos viajeros me ayudaron a bajarlas del tren. Un taxista, un desconocido, las subió hasta mi casa. ¡Y mi propio hijo y su mujer me dejaron sola!». Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero su voz se endureció: «Ahí decidí que ya estaba harta. No les ayudaré más».
Pilar sacudió la cabeza: «Carmen, pero la pequeña Marta no tiene culpa de nada». Carmen calló, sintiendo un remordimiento, pero el rencor era más fuerte. «Se han vuelto egoístas, Pilar. ¿Yo debo estar a su disposición y ellos no me dan nada? No es justo. Que ahora sientan lo que es ser ignorados». Recordaba cómo soñaba con una familia unida, cómo se ilusionó cuando nació Marta. Pero cada gesto suyo fue recibido con frialdad, y su generosidad, dada por sentada. Ahora, si no la valoraban, ella haría lo mismo.
Por las noches, Carmen no podía dormir, atormentada entre la rabia y la tristeza. Imaginaba a Marta llorando en su cuna, a Lucía sufriendo con fiebre. El corazón le dolía, pero el recuerdo de la deslealtad de Javier y Lucía ahogaba su compasión. «Ellos lo eligieron», susurraba en la oscuridad, aunque las lágrimas caían. Sabía que su decisión podía alejarla para siempre de su hijo y su nieta, pero era tarde para echarse atrás. «La justicia debe imponerse», se repetía, aunque en el fondo temía que esa justicia la dejara sola.
Carmen miraba por la ventana las calles nevadas de Madrid y se preguntaba: ¿había actuado bien? Su corazón se debatía entre el deseo de castigar la ingratitud y el miedo a perderlos para siempre. Soñaba con ver crecer a Marta, pero la indiferencia de su hijo y su nuera habían matado esa ilusión. Ahora esperaba que ellos dieran el primer paso, pero el teléfono seguía callado. «¿Tengo razón?», se preguntaba, sin encontrar respuesta.
**Moraleja:** A veces, el rencor nos ciega hasta que olvidamos lo que realmente importa. La justicia no siempre trae consuelo, y a menudo, el precio de la indiferencia es perder lo que más amamos.