Bajo la lluvia de la soledad

Bajo la lluvia de la soledad

La esposa de Javier, Lucía, comenzó a comportarse de manera extraña. Un día montó un escándalo sin razón, acusándolo de todos los males posibles: no lavó un plato, dejó los calcetines tirados, olvidó hacer aquello que ella ya estaba cansada de recordarle. ¡Le tenía harto recoger tras él! Y, sobre todo, no era capaz de ganar suficiente para un coche nuevo. Javier empezó a sospechar que el problema no era él. No para él se arreglaba de repente, se apuntó al gimnasio y renovó su armario. Y, al final, Lucía se marchó con otro… Pasó un año. Una mañana, Javier se despertó con el timbre de la puerta. Se puso la bata y, arrastrando los pies, abrió. Se quedó paralizado, sin creer lo que veía.

Una pesada nube gris avanzaba sobre el cielo despejado, como una mano invisible pintándolo de tristeza. Las primeras gotas de lluvia repiquetearon contra el parabrisas. Javier conducía por las calles de un pueblo antiguo a orillas del Ebro, y con cada minuto, la lluvia arreciaba mientras el viento aullaba cada vez más fuerte. Dentro del coche hacía calor, la radio tarareaba una canción suave, pero fuera reinaba un frío que calaba hasta los huesos.

Las calles estaban vacías, solo unos pocos coches pasaban, y cada vez menos. ¿Cuántas vueltas había dado ya por la ciudad? No podía quedarse en casa, sus pies lo llevaron al coche sin pensar. A Javier le gustaba reflexionar al volante, desmenuzando su vida como un rompecabezas al que le faltaban piezas clave. Torció por una callejuela, alejándose del centro, de su casa, donde todo le recordaba al pasado.

Lucía había vuelto una semana atrás. Su regreso removió viejas heridas, reabrió la herida en su alma. Ella pensó que él se derretiría con sus lágrimas, que perdonaría la traición, olvidaría los insultos. Al irse, lo había llenado de reproches, llamándolo fracasado, un hombre inútil. ¿Cómo olvidar algo así?

Hacía un año, Lucía había armado una pelea de la nada. Gritaba que estaba harta de su desorden, de que no cumpliera sus peticiones, de que no pudiera darle una vida mejor. «¡Cuatro años sin vacaciones en el extranjero! ¡Ni siquiera puedo ir a la playa desde hace dos años! —le espetó—. Me voy con alguien que sí me dará todo eso». Javier sospechaba que sus repentinas idas al gimnasio y su nuevo vestuario no eran para él. En casa iba con una bata vieja, sin maquillaje, pero fuera resplandecía. No intentó retenerla. El dolor le destrozó el corazón, pero lo superó. Bebió con amigos, pero pronto volvió en sí. Con el tiempo, el dolor se desvaneció.

En el trabajo, las mujeres, al enterarse de que estaba soltero, se animaron. No necesitaban regalos caros ni viajes al extranjero, solo un hombre a su lado. Y Javier era un buen partido: en la flor de la vida, con piso, coche y sin pagar pensiones. Pero ninguna le llegó al corazón. No le molestaba la idea de una nueva relación, pero la chispa no aparecía. Sus amigos también se alejaron: sus esposas temían que un Javier soltero tentara a sus maridos a vivir aventuras. Los visitaba, pero siempre volvía a su piso vacío, donde nadie lo esperaba.

No tenían hijos. Javier no se preocupaba, no a todos les salía de inmediato. Lucía incluso se hizo pruebas; los médicos le dijeron que todo estaba bien, solo era cuestión de tiempo. Pero en el divorcio, le soltó: «¡Eres un inútil! ¡Hasta eliges una mujer que nunca te dará un hijo!». Esas palabras lo atravesaron como un cuchillo. Y, aun así, si ella se hubiera quedado, la habría perdonado. Pero se fue.

Y un año después, llegó ese timbrazo. Javier abrió la puerta y se quedó helado. Lucía estaba allí, con los ojos llorosos, suplicando perdón. «Me equivoqué, lo entendí, te amo», repetía, abrazándolo. Él le dijo que la perdonaba, pero que no podía olvidar. ¿Cómo aceptar de vuelta a alguien que se fue con otro y solo regresaba porque la habían dejado? «¿Tú me habrías dejado entrar si me hubiera ido?», preguntó. Ella calló. Al marcharse, le ordenó que recogiera sus cosas y desapareciera de su vida. «No tengo adónde ir», susurró. «¿Y la casa de tu madre en el pueblo?», respondió él.

Ese día, como hoy, dio vueltas por la ciudad hasta caer la noche. Decidió: si ella seguía en casa, intentarían empezar de nuevo. Al fin y al cabo, la conocía, estaba acostumbrado a ella. Pero el piso estaba vacío. Javier no se entristeció. Lo pensó y comprendió: no habría funcionado. Ella volvió por desesperación, y en cuanto encontrara algo mejor, se iría otra vez. ¿Cómo confiar después de eso?

La lluvia aumentaba, los limpiaparabrisas apenas podían con el agua. Javier conducía en silencio, hablando consigo mismo. Decidió dar otra vuelta, pasar por una gasolinera y volver a casa. En un semáforo, se detuvo. De pronto, vio una figura femenina bajo un árbol. Las hojas de primavera no la protegían del aguacero; estaba empapada, mirando a la nada. El semáforo estaba a punto de cambiar, pero ella seguía allí. ¿Esperaba a alguien? ¿O, como él en su día, no sabía adónde ir?

El semáforo se puso en verde, pero Javier retrocedió. Bajó la ventanilla y tocó el claxon. La mujer ni se inmutó. «¿Se sube? ¿Adónde la llevo?», gritó. Ella giró la cabeza lentamente. ¿Eran lágrimas o solo lluvia en su rostro? «No puedo quedarme aquí mucho», insistió. La mujer, arrastrando los pies, se acercó y entró en el coche. Sus labios temblaron, pero no logró sonreír. «Los asientos se mojarán», pensó Javier, activando el calefactor.

Ella se pasó la mano por el pelo empapado, intentando cubrirse las rodillas con el vestido, pero la tela estaba pegada. «En la guantera hay pañuelos», dijo él, arrancando. Ella tomó uno y se secó el rostro. Condujeron en silencio. «¿Adónde quiere que la lleve?», preguntó al fin. «No tengo adónde ir», respondió en voz baja. Su tono era suave, pero cargado de desesperanza. «Menudo lío», pensó él. «Ah, sí. A la estación», añadió. «Vale. ¿Huye de su marido? ¿Va a casa de su madre? ¿Dónde está su equipaje?», preguntó, notando su mirada sorprendida. «Mi marido se fue hace dos años. Mi madre murió de un infarto, medio año después de que él se marchara. Mis amigas… desaparecieron cuando les pedí dinero. Ahora llaman, pero temen que les pida otra vez. Pero ya no necesito dinero».

Javier calló, incómodo. «¿Su hija se recuperó?», aventuró, intuyendo su dolor. «No. Vendí el piso para pagar su tratamiento en Suiza. Pero no se salvó. No pude hacer nada». Sus ojos estaban secos, pero en ellos había una tristeza infinita. «¿Cuántos años tenía?». «Mañana cumpliría trece. Compré billetes para la playa, era su sueño. Quería que siguiera luchando». «¿Lleva los billetes?». «Sí, salen por la mañana». Javier”Javier apretó el volante con fuerza, sintiendo que, por primera vez en mucho tiempo, no estaba solo bajo aquella lluvia que ahora parecía limpiar más que entristecer.”

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