**Diario de una madre al borde**
Estos tres años de baja maternal han sido una pesadilla que casi acaba con nuestro matrimonio. Aquí, en nuestro pueblo de Castilla, el cuidado de nuestro primer hijo, Lucas, convirtió mi vida con Álvaro en un campo de batalla. Ahora que al fin respiramos algo de tranquilidad, él insiste en tener un segundo hijo. Pero los recuerdos de aquellos días oscuros me llenan de angustia. Su terquedad podría devolvernos a las peleas y, quizás, al divorcio. ¿Cómo protegerme sin perder a mi familia?
Cuando nació Lucas, todo era esperanza. Antes de la baja, nuestra vida juntos era perfecta. Dos años de noviazgo, dos más viviendo juntos sin casarnos, sin discusiones por dinero o tareas domésticas. Todo lo compartíamos, hablábamos de gastos y siempre encontrábamos solución. Planeamos ser padres, sabíamos que sería difícil, pero jamás imaginé lo insoportale que sería. Álvaro, a quien creía comprensivo y cariñoso, se transformó hasta volverse irreconocible.
Los primeros meses con el bebé fueron un infierno. Yo, madre primeriza, no sabía cómo calmar su llanto, los cólicos, las noches sin dormir. Mi mundo giraba en torno a Lucas, pero él no lo entendía. Para él, mi día consistía en dar el pecho cada tres horas y ponerle el chupete: «Estás en casa, ¿qué tanto haces?», decía, quejándose de que ya no cocinaba platos elaborados, ni planchaba sus camisas. Si recalentaba la comida del día anterior, fruncía el ceño: «Esto ya no tiene gusto». Pero ayudar… eso no entraba en sus planes. «Yo mato la ficha en el trabajo, y tú aquí sin hacer nada», soltaba, como si cuidar a un bebé 24 horas no contara.
Las peleas eran constantes: polvo en los muebles, una sartén sin lavar, restos de comida. Ni siquiera los fines de semana ayudaba. Si le pedía algo, estallaba: «Mi madre crió a tres hijos, cuidaba la huerta y cocinaba cada día. Y tú con uno no puedes». Sus palabras me herían como bofetadas. Me sentía inútil, su indiferencia mataba el amor que le tenía. Pero lo peor fue el dinero. Al dejar de trabajar, empezó a controlar cada céntimo. Exigía listas de la compra, pero solo compraba lo que él consideraba necesario. Una vez tachó la peluquería: «Estás bien así, no gastes en tonterías». La humillación me ahogaba.
Mi matrimonio ideal se convirtió en una prisión. Soñaba con irme, pero no tenía casa ni trabajo. Entre lágrimas, decidí aguantar hasta el final de la baja, volver a trabajar y entonces marcharme. Esa idea me daba fuerzas. Pero, al acabar la baja, algo cambió. Álvaro me llevó a la peluquería, me compró ropa nueva para que «luciera perfecta» al reincorporarme. Cuando Lucas empezó la guardería y yo volví a la oficina, él fue distinto. De nuevo era el hombre atento y cariñoso del que me enamoré. Ayudaba en casa, dejó de contar los céntimos… No lo reconocía. Las peleas se olvidaron, las heridas cerraron, y abandoné la idea del divorcio. Éramos de nuevo una familia.
Pero esa paz frágil está en peligro. Hace meses, Álvaro soltó: «Laura, quiero otro hijo». Sus palabras me paralizaron. Los recuerdos de aquella época—gritos, reproches, soledad—volvieron como una marea. «Sabes lo mal que lo pasé—intenté explicar—. No quiero repetirlo». Pero él se encogió de hombros: «Ahora gano más, lo lograremos. ¡Quiero un heredero!». Su insistencia crece, y en sus ojos veo el mismo frío de antes. No me escucha, no entiende mi miedo a estar encerrada otra vez.
Cada conversación sobre el tema acaba en tensión. Él presiona, y a mí me falta el aire. Imagino noches en vela, sus críticas, el control del dinero… y me mareo. «No estoy preparada, Álvaro—le digo—. Dame tiempo». Pero no cede: «Eres una egoísta, solo piensas en ti». Sus palabras duelen, y veo resurgir al hombre airado de antes. Temo que volvamos al borde del divorcio, pero no puedo decir que sí. Aquellos tres años casi me rompen, y no quiero arriesgar mi salud, mi matrimonio, mi paz.
Por las noches, dando vueltas, me debato entre el miedo y la culpa. Álvaro sueña con una familia grande, y yo no puedo darle eso. ¿Soy egoísta? ¿O es que él no entiende el daño que me hizo? Le quiero, adoro a Lucas, pero la idea de otro hijo me parte el alma. Si sigue presionando, las peleas serán igual de brutales, y volveré a pensar en irme. ¿Cómo salir de esto? ¿Cómo hacerle ver que la baja maternal no fue felicidad, sino un horror que no quiero revivir?
Miro a Lucas dormido en su cuna, y el corazón se me encoge de amor y temor. Quiero salvar nuestra familia, pero no sé si podré. Álvaro no cede, y cada día nos separa más. Si no encontramos un compromiso, este matrimonio que tanto costó reconstruir se vendrá abajo. Estoy en una encrucijada, y cada paso parece llevarme al vacío.