Descubrí la traición de mi esposo a través de su hermano

Isabel corría por las bulliciosas calles de Sevilla hacia su segunda vivienda, apretando el volante hasta sentir dolor en los dedos. Su corazón palpitaba de ira: los vecinos se quejaban de nuevo del hermano de su marido, quien había convertido su herencia en una casa de juerga. Pero lo que descubrió al entrar fue un golpe aún más duro. El cuñado le reveló la cruel verdad sobre la infidelidad de su esposo, y su mundo se derrumbó. Isabel enfrentaba una decisión que le desgarraba el alma: perdonar la traición o comenzar de cero.

—Isa, es mi hermano, no tiene dónde vivir —la convencía su marido, Javier, cuando todo comenzó—. Con Marta se divorció, ¿adónde va a ir?

—No quiero que Sergio se instale en el piso de la abuela —objetó Isabel, vacilante.

—No va a estropear nada —insistió Javier—. ¿O prefieres que vaya a casa de nuestros padres?

—¿Y por qué no? —replicó ella, aferrándose a la idea.

—Un hombre de cuarenta y cinco años, ¿viviendo con ellos? Qué vergüenza, además tiene su propia vida —murmuró Javier, mirándola con súplica.

—Está bien, que se quede, pero si los vecinos protestan, lo echo —cedió Isabel tras un largo silencio.

—¡No habrá problemas! —exclamó Javier, frotándose las manos con satisfacción.

Javier tenía sus propios planes para el piso. Bajo la excusa de “ayudar a su hermano”, lo usaría para encontrarse con su amante, algo que Isabel, de treinta y cuatro años, ni sospechaba.

—Ahora mismo lo llevo, para que se alegre —dijo Javier, arrebató las llaves y salió corriendo.

—Va como si fuera él quien se muda —sonrió Isabel con ironía antes de ocuparse de sus cosas.

Javier regresó tres horas después. Isabel, al ver las luces del coche, salió al patio.

—¿Dónde te has metido tanto tiempo? ¡Iba a salir a buscarte! —dijo, medio en broma.

—Le enseñaba el piso a Sergio —respondió evasivo, ocultando la verdad.

—Oye, ¿al menos va a pagar la luz y el agua? —preguntó Isabel de pronto.

Javier dudó, su mirada se volvió esquiva. No había hablado de eso con su hermano.

—Mira, sería de mala educación cobrarle a la familia, más ahora que lo está pasando mal —contestó con reproche—. Igual tenemos que pagar el piso, él no gastará mucho.

Isabel, convencida, aceptó que era injusto pedirle dinero. Pero en cuanto Sergio se instaló, el caos reinó. Música a todas horas, fiestas, mujeres que entraban y salían, gritos y peleas. Los vecinos llamaban a la policía, pero solo recibían multas mientras el escándalo continuaba.

Sergio se quejó con su hermano.

—Los vecinos son insoportables —dijo—. Ni hacemos ruido y ya llaman a la policía. Haz algo, o si me echan, tú tampoco podrás venir —dijo entre risas.

—Lo arreglaré, pero deja de alborotar —contestó Javier—. Si Isa se entera, estamos perdidos.

—No volverá a pasar —prometió Sergio, pero esa misma noche la policía regresó.

Una vecina, harta, averiguó quién era la dueña y contactó a Isabel por redes. Le preguntó si sabía lo que ocurría y de las visitas policiales. La respuesta de Isabel dejó a todos helados: no tenía ni idea.

Una hora después, Isabel irrumpió en el piso, furiosa.

—¡Hola! —sonrió burlón Sergio al abrir.

—¡Sergio, los vecinos están hasta las narices! —explotó ella—. ¡Quiero que te marches ya!

—¿Marcharme? —fingió sorpresa—. Perdona, pero tú no has cumplido tu palabra.

—¡Tú no has cumplido! —cortó Isabel—. ¡Fuera!

—Ah, ¿así? Pues escucha algo de tu marido —replicó Sergio con sorna.

—¿Qué dices? —preguntó ella, clavándole la mirada.

—No solo yo altero la paz aquí —se rio—. Tu Javier también tiene lo suyo.

—¿Qué quieres decir? —su voz tembló.

—Trae a su amante —soltó Sergio—. Lleva tres meses. Y tú, cuñada, ni enterada.

La noticia la golpeó como un rayo. Isabel sintió que el suelo cedía bajo sus pies.

—¡Largo de aquí! —gritó, señalando la puerta.

—¿Y qué harás con tu marido? —sonrió malicioso.

—¡No es asunto tuyo! —rugió—. ¡Vete!

Sergio, riéndose, recogió sus cosas y desapareció en veinte minutos. Isabel se quedó sola en el piso destrozado. Al entrar, no reconoció el hogar de su abuela: nada quedaba de su calidez. Paredes manchadas, ropa tirada, olor a tabaco: todo gritaba el engaño. Abrió las ventanas de par en par, como si el aire pudiera arrastrar la traición.

En casa, Javier la esperaba. Primero lo negó todo, pero acorralado, se quebró y suplicó perdón. Isabel escuchó sus excusas, pero su decisión estaba tomada. La infidelidad, las mentiras y el cinismo habían borrado años de matrimonio. Presentó el divorcio y pidió la pensión, decidida a no permitir que nadie pisotease su dignidad.

Isabel se sentó en el piso vacío, mirando la ciudad nocturna por la ventana. Las lágrimas caían, pero no solo de dolor, también de determinación. Perdió sus ilusiones, pero ganó fuerza. Ahora sabía: su vida empezaba de nuevo, y no dejaría que el pasado la arrastrase atrás.

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Descubrí la traición de mi esposo a través de su hermano