Un colgante lo cambió todo: cómo una esposa devolvió la vida a su esposo

Un pendiente lo cambió todo: cómo una mujer devolvió la vida a su marido

—Cariño, hoy pasaré a ver a Lucía —dijo Carmen, arreglándose el pelo frente al espejo—. Hacía siglos que no nos veíamos.

—Claro —asintió Javier—. Que lo pases bien.

Carmen se fue, y en casa cayó el silencio de siempre. Javier, contento por el raro momento de paz, se sumergió en su videojuego. Pero pronto le interrumpió el teléfono.

—¡Hola, tío! —sonó la voz de Álvaro, su viejo amigo—. Voy para tu casa. La señora no está, ¿eh? Por cierto, acabo de verla cerca de mi oficina…

Javier se quedó helado con el móvil en la mano. Repitió mecánico:

—¿Cerca de tu oficina? Estás seguro? Dijo que iba a casa de Lucía…

—Totalmente —confirmó Álvaro—. Salía de una joyería con una bolsita. Se subió al coche y se fue. Confundiría a mi propia mujer, pero a la tuya, jamás.

Javier sintió un peso en el pecho. Había confiado en Carmen ciegamente. En cinco años de matrimonio, ni una discusión seria; su relación era la más envidiada entre sus amigos. Pero ahora…

Cuando Álvaro llegó, Javier seguía dándole vueltas al asunto.

—¡Venga, vamos allá! —Álvaro dejó una bolsa de cervezas sobre la mesa.

—Espera… ¿Seguro que era Carmen? —insistió Javier.

—Segurísimo. Iba radiante, con su bolsita… ¿Te habrá comprado un regalo?

—No —respondió Javier con la voz ronca.

La mente le daba vueltas. «¿Tendrá a alguien?», se preguntó. Decidió llamarla.

—Hola, cielo. ¿Dónde están las copas grandes? Ha venido Álvaro y no las encuentro… —fingió buen humor.

—En el armario, a la derecha —contestó Carmen—. Aquí con Lucía estamos probándole sus compras. Todo bien.

La voz de Lucía al fondo confirmó su historia. Javier respiró aliviado. Quizá Álvaro se había equivocado.

Carmen volvió tarde, oliendo a perfume y a algo nuevo, algo que no pudo identificar.

—¿Qué tal la tarde? —preguntó Javier.

—Genial —sonrió ella, besándole en la mejilla—. Probamos sus cosas nuevas. Me invitó de fiesta, pero sin ti no me apetecía.

El corazón de Javier se aligeró. Decidió dejar de torturarse con tonterías.

A la mañana siguiente, como siempre, le preparó el desayuno. Llevaba medio año sin trabajo, buscando algo digno, y mientras tanto mimaba a Carmen con pequeños detalles. Le sirvió el café en la cama, orgulloso de su sonrisa.

Pero entonces Carmen, tras darle las gracias, añadió:

—Ya podrías buscar trabajo de una vez… ¿Cuánto vas a vivir a mi costa?

Las palabras le quemaron. Iba a responder, pero en ese momento vio algo en su cuello: un pequeño pendiente en forma de corazón que nunca antes había llevado.

—¿De dónde eso? —preguntó con voz áspera.

—Un capricho —respondió ella con naturalidad—. Me lo compré con el bonus.

Pero la duda ya había echado raíces. Aunque Carmen lo negó, Javier solo podía pensar: «Tiene a alguien».

Ese día se lanzó como un loco a buscar empleo. Había que encontrarlo ya, costara lo que costara.

A las pocas horas estaba en una entrevista. Dos días después, empezaba en una empresa de ventanas. El sueldo no era gran cosa, pero era estable.

—Ahora todo va a cambiar —se prometió.

Una semana después, preparó una cena sorpresa: pollo al horno, mesa puesta…

Cuando Carmen llegó, arqueó las cejas:

—¿A qué viene esto?

—Mañana cobro mi primer adelanto —dijo orgulloso—. Hay que celebrarlo.

Carmen sonrió, incómoda. Algo en su interior le remordió. Porque el pendiente había sido su pequeño truco…

Al día siguiente, llamó a su madre:

—Mamá, ¡funcionó! ¡Encontró trabajo! Ahora vive por mí. Y solo hizo falta… —rió— un pendiente para darle un empujón.

Mientras miraba a Javier dormir, agotado tras su jornada, Carmen supo que a veces un pequeño ardid es la mejor manera de recordar lo que de verdad importa.

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