Sueño Postergado: Traición y Liberación

**Diario: Un sueño pospuesto, traición y libertad**

Desde que tenía memoria, Isabel soñaba con viajar a Italia. Imaginaba perderse por las callejuelas de Roma, admirar el atardecer sobre la Costa Amalfitana, donde los rayos dorados del sol acariciaban los acantilados blancos. Ese viaje era su anhelo más profundo, la recompensa por años de trabajo, un respiro anhelado de la monotonía de su vida en un pequeño pueblo junto al Tajo. Pero cada vez que mencionaba el viaje, su marido, Javier, encontraba una excusa para postergarlo.

«El próximo verano, Isa, te lo prometo», decía él año tras año, y sus palabras sonaban a eco vacío. «Hay que terminar la reforma, pagar el préstamo, ahorrar un poco más». Al principio, Isabel le creyó. Compartió su sueño desde los primeros días de matrimonio, y Javier le aseguró que irían juntos. Empezó a guardar cada euro extra, alimentando la ilusión de que algún día pisarían tierra italiana. Pero los años pasaban, y el «próximo verano» se convirtió en una eterna promesa rota. Unas veces era el trabajo, otras la nevera estropeada, o que nunca había suficiente dinero. Isabel se convencía a sí misma: era temporal, algún día irían.

A los sesenta años, Isabel había ahorrado lo suficiente para un viaje de lujo: billetes en clase preferente, hoteles con vistas al mar, excursiones por lugares históricos. Volvió a hablar del viaje, sus ojos brillaban de emoción. Pero Javier, sin levantar la vista del móvil, soltó una carcajada: «¿Italia? ¿A tu edad? ¿Qué vas a hacer ahí? ¿Pasear por ruinas con un bañador viejo? Ya no eres una niña, Isa». Sus palabras le cortaron como un latigazo. Isabel apenas podía respirar del dolor. Después de tantos años de espera, entendió que a Javier jamás le importó su sueño. Para él era una tontería, indigna de tiempo y dinero.

Algo se quebró dentro de ella. Años de paciencia, compromisos e ilusiones se desmoronaron como un castillo de arena ante la marea. Al día siguiente, mientras Javier trabajaba, Isabel tomó una decisión. Reservó el viaje: dos semanas en Italia, solo para ella. Se acabó esperar, pedir permiso. Hizo la maleta, dejó una nota: «Que te diviertas pescando, Javier. Esta vez págatelo tú», y se fue al aeropuerto.

Al pisar Roma, sintió que un peso enorme se desprendía de sus hombros. Respiró el aire cálido, perfumado con eucalipto, y por primera vez en años se sintió libre. Caminando por el Coliseo, desde los acantilados de Positano, comprendió que había pospuesto su vida por prioridades ajenas. Y sí, se puso ese bañador —con orgullo, sin importarle miradas ajenas—. Era su momento, su vida.

Una tarde en Positano, cenando con vistas al mar, conoció a Luis. Hablaron, rieron, compartieron historias. Isabel sintió cuánto había necesitado esto: ser vista, escuchada. Para Luis, no era «demasiado mayor»; era una mujer llena de vida, abierta a nuevos caminos. Pasaron el resto del viaje juntos, explorando callejones de Sorrento, probando vino local, creando recuerdos que Isabel atesoraría siempre.

Al volver, Javier se había ido. Solo dejó una nota: «Me mudé con mi hermano». Pero en lugar de dolor, Isabel sintió alivio. Ya no esperaría a alguien que nunca valoró sus sueños. Meses después, seguía escribiéndose con Luis, y su corazón latía ante nuevas aventuras. Por primera vez en años, no esperaba a que otro cumpliera sus deseos: los vivía.

Sentada en su balcón, mirando el río tranquilo, Isabel recordó la primera vez que le habló a Javier de su sueño. Él la abrazó y dijo: «Iremos». Pero las promesas se ahogaron en rutina e indiferencia. Cada vez que mencionaba Italia, la ignoraba como si fuera un capricho. Ella aguantó, se convenció de que cambiaría. Pero sus últimas palabras —«ya no eres una niña»— fueron la gota que colmó el vaso. No solo hirieron su orgullo; destrozaron su fe en ellos.

Viajar sola no fue fácil. Esa noche, imaginó a Javier enfadado, acusándola de egoísmo. Pero al amanecer, entendió: su vida era suya, y no dejaría que nadie le robara sus sueños. Al reservar los billetes, el miedo se convirtió en determinación. Cuando el avión despegó, Isabel sonrió de verdad, por primera vez en años, para sí misma.

En Italia, descubrió a la mujer que había olvidado. Bailó con música callejera en Roma, probó limoncello en una terraza con vistas al mar, rió hasta llorar con Luis. Él era mayor, pero en sus ojos ardía el mismo fuego: ansias de vivir que los años no apagan. «Eres increíble —le dijo una vez—. ¿Cómo pudiste esconderte tanto tiempo?». Esas palabras derritieron el hielo acumulado en su alma durante décadas.

Ahora, en el balcón, Isabel supo que ya no era la mujer que pedía permiso para vivir. No sabía qué le deparaba el futuro —más viajes, reencuentros con Luis—, pero por primera vez, estaba lista para cualquier giro. Su sueño de Italia no fue solo un viaje: fue su liberación, su victoria sobre el miedo y la indiferencia.

¿Y tú? ¿Qué habrías hecho en su lugar?

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