— ¿Otra vez arroz con huevo, madre? ¡No soporto más esta pobreza! — gritó con rabia.
Su madre se estremeció de miedo. La cuchilla se le cayó de las manos temblorosas. Bajó la mirada, tratando de ocultar la vergüenza.
— Es todo lo que tenemos, hijo… — susurró con voz débil.
El chico golpeó el plato contra la mesa. El arroz se esparció por el suelo. Algunos granos se pegaron al rostro de su madre.
— ¡Pues cómetelo tú, esa porquería! — exclamó y dio la espalda.
Ella no respondió. Se arrodilló, temblando, y comenzó a recoger los granos del suelo, uno a uno. Como si salvara lo poco que quedaba… de comida y de dignidad.
Luego fue a su habitación. Se arrodilló junto a la cama, como hacía cada noche. Y rezó. Por él.
Pero el hijo ya no sentía su amor. Ya no veía valor en ella.
Días después, anunció:
— Me voy. Estoy harto de esta vida de mendigo. Voy a la ciudad, quiero algo más.
Ella no lo detuvo. No lloró.
Pero, con el corazón roto, le apretó la mano y le dijo:
— Prométeme solo una cosa: contesta mis llamadas. Te lo suplico, hijo… te lo suplico.
Él suspiró, molesto.
Entonces ella añadió, con voz quebrada:
— Estoy cansada… Siento que mi tiempo se acaba.
El día que deje de llamarte… será porque ya no estaré aquí.
Él le soltó la mano y se marchó. Ni siquiera se despidió como debía.
——
La ciudad no era como él soñaba.
Trabajó donde pudo: cargando cajas, vigilando discotecas, mezclando cemento en obras.
Comer era un lujo. El dinero, aún más. Pero cada día… sonaba el teléfono.
— Hola, hijo… ¿cómo estás?
— Ocupado, madre. Adiós.
Y colgaba. Cada vez más brusco. Cada vez más distante.
Hasta que un día… el teléfono no sonó.
Y ese silencio… fue más fuerte que cualquier palabra.
Pasó el día mirando la pantalla. Llegó la noche. Y pensó:
“Ha muerto.”
No lloró. Ni siquiera intentó devolver la llamada. Y menos aún ir al funeral.
No tenía dinero. Pero aunque lo tuviera, no habría ido.
——
Pasaron los días. Sabía que su madre había muerto.
Cansado de la miseria, aceptó una oferta:
— El trabajo es fácil. Solo hay que conducir — dijo un conocido.
El coche iba lleno de droga. Lo sabía. Pero quería dinero rápido.
Esa noche, se sentó al volante, ajustó el retrovisor, agarró el timón…
Y el teléfono vibró.
Un número desconocido. Contestó.
— Hijo… te lo ruego, no lo hagas. No partas.
Vuelve. Ahora. Te lo suplico.
La voz… era la suya. Su corazón latió con fuerza.
— ¡Madre! ¿Estás viva?
— Escúchame. Regresa a casa. Cuídate.
Y colgó. Intentó llamar de vuelta. Pero una voz automática heló su pecho:
“El número no existe.”
Bajó del coche. Sudaba frío. Le costaba respirar.
Vendió lo que pudo. Ropa, un par de zapatos. Se puso un puesto en la calle. Reunió algo de dinero… suficiente para volver.
——
Al llegar, todo estaba en silencio.
Los vecinos lo miraron con tristeza.
— Tu madre murió hace un mes…
Se desplomó en la acera.
— No puede ser… ¡me llamó ayer!
— Imposible, hijo. Ya se fue hace tiempo.
Entró en la casa. Aún olía a ella. El silencio era insoportable.
En su habitación, junto a la cama, dos hoyos en el suelo.
Donde se arrodillaba cada noche… a rezar por él.
En un rincón, una hoja con plegarias. Su nombre, el primero. Todos los días.
Desde que él se fue… hasta el último.
Se arrodilló. Lloró. Sin aliento.
Corrió a la cocina, se lavó la cara… y vio.
Un papel doblado sobre la mesa. No era una carta.
Era una oración. Escrita por ella:
“Dios, siento que me voy.
Y si muero, ya no podré rezar por mi hijo.
Así qué… te lo dejo a Ti.
Si alguna vez está en peligro, te suplico… avísale.
Llámale a este número.”
Y abajo… estaba su número.
En ese momento, el teléfono vibró.
Una noticia:
“Coche ametrallado. Conductor muerto. Carga desaparecida.”
En la foto, el mismo coche que él debía conducir esa noche.
Cayó de rodillas. Y entendió.
Esa llamada… vino del cielo.
Dios escuchó la última oración de una madre.
Y salvó al hijo que no supo quererla.
Si tu madre aún te llama… contesta.
Antes de que sea tarde.