Me enteré de la traición de mi esposo por su hermano.

Lucía corría por las bulliciosas calles de Sevilla hacia su segundo piso, agarrando el volante con tanta fuerza que le dolían los dedos. El corazón le latía de rabia: los vecinos volvían a quejarse del hermano de su marido, que había convertido su herencia en un antro. Pero lo que descubrió al entrar fue el golpe definitivo. El cuñado le reveló la cruda verdad: su esposo la traicionaba, y su mundo se desmoronaba. Lucía se enfrentaba a una decisión desgarradora: perdonar la infidelidad o empezar de cero.

—Lucía, es mi hermano, no tiene dónde ir —suplicaba su marido, Carlos, cuando todo empezó—. Se divorció de Marina, ¿adónde va a ir?

—No quiero que Javier se instale en el piso de la abuela —respondió ella, vacilante.

—No va a estropear nada —insistió Carlos—. ¿O prefieres que vuelva con sus padres?

—¿Y por qué no? —replicó ella, aferrándose a la idea.

—Un tío de cuarenta y cinco años no puede vivir con sus padres, ¡qué vergüenza! Y además tiene su vida —Carlos la miró suplicante.

—Vale, que se quede, pero si los vecinos se quejan, lo echo —cedió Lucía tras un largo silencio.

—¡Todo irá bien! —Carlos se frotó las manos, contento.

Tenía otros planes para el piso: bajo la excusa de “ayudar a su hermano”, lo usaba para verse con su amante, algo que Lucía, de treinta y cuatro años, ni sospechaba.

—Ahora mismo lo llevo, ¡se va a poner contento! —dijo Carlos, cogió las llaves y salió disparado.

—Va como si fuera él quien se muda —murmuró Lucía, dedicándose a sus cosas.

Carlos volvió tres horas después. Al ver las luces del coche, Lucía salió al patio.

—¿Dónde te has metido? ¡Casi salgo a buscarte! —bromeó medio en serio.

—Le enseñaba el piso a Javier —respondió él, evasivo.

—Oye, ¿va a pagar la luz y el agua? —preguntó de pronto Lucía.

Carlos dudó, mirando a todos lados. No lo había hablado con su hermano.

—Mira, qué vergüenza cobrarle a la familia, más ahora que lo está pasando mal —dijo con reproche—. Total, el piso ya lo pagamos nosotros, no va a gastar mucho.

Lucía cedió, pensando que sería feo exigirle dinero a un familiar. Pero en cuanto Javier se instaló, el caos reinó. Música a todo volumen, fiestas, mujeres que entraban y salían, gritos y peleas. Los vecinos llamaban a la policía, pero solo ponían multas, sin lograr calmar al inquilino.

Javier se quejó con su hermano.

—Los vecinos no me dejan en paz —dijo—. Nos portamos bien y aún así llaman a la policía. Haz algo, o si me echan, tú tampoco podrás venir —soltó con una risotada.

—Lo arreglaré, pero deja de montar escándalos —replicó Carlos—. Si Lucía se entera, nos mata.

—No volverá a pasar —prometió Javier, pero esa misma noche los vecinos llamaron de nuevo a la policía.

Una vecina, harta, descubrió quién era la dueña del piso y contactó a Lucía por redes. Le preguntó si sabía lo que pasaba y de las denuncias. La respuesta de Lucía dejó a todos helados: no tenía ni idea.

Una hora después, Lucía irrumpió en el piso, furiosa.

—¡Hola! —Javier abrió la puerta con una sonrisa burlona.

—Javier, ¡los vecinos están hasta el gorro! —explotó ella—. ¡Te vas ahora mismo!

—¿Que me vaya? —se rio—. Lo siento, pero tú no has cumplido.

—¡Tú eres el que no ha cumplido! —cortó Lucía—. ¡Largo!

—Ah, ¿así? Pues escucha algo sobre tu marido —soltó él con sorna.

—¿De qué hablas? —su voz tembló al clavarle la mirada.

—No solo yo armo jaleo aquí —se rio—. Tu Carlos también tiene lo suyo.

—¿Qué quieres decir? —preguntó, conteniendo el temblor.

—Trae aquí a su amante —escupió Javier—. ¡Lleva tres meses! Y tú, cuñada, ni te has enterado.

La noticia cayó como un rayo. Lucía sintió que el suelo se abría bajo sus pies.

—¡Fuera de aquí! —gritó, señalando la puerta.

—¿Y qué harás con tu marido? —sonrió él, malicioso.

—¡No es asunto tuyo! —rugió—. ¡Pira!

Javier, riéndose, recogió sus cosas y en veinte minutos desapareció. Lucía se quedó sola en el piso destrozado. Al entrar, no reconoció el hogar de su abuela: ni rastro del calor de antes. Paredes sucias, ropa tirada, olor a tabaco… todo gritaba traición. Abrió las ventanas de par en par, como si así pudiera ahuyentar el engaño.

En casa le esperaba la dura conversación con Carlos. Al principio lo negó todo, pero acorralado, se derrumbó y suplicó perdón. Lucía escuchó sus excusas, pero en su interior ya lo tenía claro. La infidelidad, las mentiras y el cinismo borraron años de matrimonio. Pidió el divorcio y la pensión, decidida a no dejar que nadie pisotease su dignidad otra vez.

Sentada en el piso vacío, Lucía miraba por la ventana la ciudad iluminada. Las lágrimas caían, pero no solo de dolor, también de determinación. Perdió sus ilusiones, pero ganó fuerza. Ahora sabía: su vida empezaba de nuevo, y no permitiría que el pasado la arrastrase atrás.

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MagistrUm
Me enteré de la traición de mi esposo por su hermano.