En cada familia hay sus propios problemas. Unos se pelean por la herencia, otros luchan contra el alcohol o perdonan infidelidades, y algunos simplemente se rinden ante la desesperanza. Con mi marido, parecía que no teníamos grandes dificultades. Si no fuera por un gran “pero”: mi suegra. Ella, Carmen Martínez, era quien amargaba nuestros días tranquilos.
Durante mucho tiempo intenté llevarme bien con ella, acostumbrarme, hacer la vista gorda ante sus tonterías. Pero con el tiempo, me di cuenta de que era imposible. Una pared invisible se levantaba entre nosotras. Y cuanto más lo intentaba, más alta y gruesa se volvía.
Entiendo perfectamente el fuerte vínculo entre una madre y su hijo. Pero cuando un hombre de treinta y siete años sigue siendo un niño de mamá, eso ya es una tragedia. Mi marido y su madre vivían en su propio mundo: cuchicheaban a mis espaldas, hacían arreglos secretos y solo me enteraba de sus planes cuando ya no había vuelta atrás.
Hace poco ocurrió algo que agotó mi paciencia por completo.
Nuestro hijo, Lucas, pasaba todos los veranos en la casa de mis padres. Mi madre, médica, apenas podía tomar vacaciones, incluso durante la peor pandemia seguía trabajando. Y mi padre, por su salud, no podía ocuparse solo del niño.
Yo trabajo en una gran empresa, así que soñar con un largo descanso era imposible. Por eso, mi marido y yo decidimos pedirle ayuda a su madre. Durante un mes, lo hablé todo con Carmen. Ella aceptó encantada de cuidar a Lucas. Confié sinceramente en que podía contar con ella.
Pero una semana antes de las vacaciones, recibí una llamada:
—Ana —dijo mi suegra con alegría—, ¡me han dado un viaje! Me voy de vacaciones. Así que tú misma te las arreglas con el niño.
Me quedé tan bloqueada que al principio ni siquiera entendí bien. Nos había dejado tirados. Una traición pura y dura.
Después descubrí que no le habían “dado” ningún viaje. Lo había organizado todo sola: eligió el resort, compró los billetes, reservó el hotel. ¡Y lo hizo sabiendo que tenía que cuidar a su nieto!
Para colmo, justo antes de irse, mi suegra le pidió a mi marido que regara su huerto y cuidara las plantas en su ausencia.
Claro, él trabajaba de sol a sol y me dejó la tarea a mí. Pero esta vez me planté y le dije claramente:
—No moveré un dedo. Tu madre nos ha dejado en la estacada cuando más la necesitábamos. Si su descanso es lo primero, que sus tomates se sequen junto con su egoísmo. Son sus problemas, no los míos.
Como era de esperar, cuando mi suegra se enteró, hubo un escándalo. Acusaciones, reproches, quejas… todo cayó sobre mí. Pero el tren ya había partido. Igual se fue de vacaciones, dejándonos a nosotros con el niño y su huerto.
Ahora estoy como loca buscando algún campamento o taller para Lucas. Porque él también merece un verano decente, no pasarlo encerrado en casa.
Me reafirmé en una cosa: en los momentos difíciles, solo puedes contar contigo misma. Mi suegra eligió sus vacaciones. Yo elegí a mi hijo.
Y, sabes qué, no me arrepiento ni un segundo.






