A las cuatro de la mañana, un perro comenzó a ladrar detrás de las casas, intensificando sus ladridos a las cinco.

**Diario Personal**

A eso de las cuatro de la madrugada, tras las casas, un perro empezó a ladrar. Para las cinco, los ladridos eran más intensos. La gente se despertaba para ir al trabajo, irritada por aquel alboroto. Hacia las cinco y media, los vecinos comenzaron a salir de sus hogares, camino de sus quehaceres.

Los primeros en salir fueron un hombre y una mujer, probablemente marido y mujer. Decidieron averiguar qué perro ladraba sin parar desde hacía horas. Al acercarse a los garajes, lo vieron. El animal seguía ladrando, mirando hacia las casas, y tras él, en el suelo, yacía un hombre. La pareja corrió hacia ellos. Era evidente que el perro llamaba a alguien.

Pero cuanto más se acercaban, más agresivos se volvían los ladridos. Era un pastor alemán, un animal serio. No se podía aproximar sin precaución. La mujer sugerió llamar a la ambulancia.

La ambulancia llegó rápido. Dos sanitarios bajaron del vehículo. La mujer les advirtió al llamar que había un perro que no dejaba acercarse. Cuando avanzaron hacia el hombre, volvió a recordárselo. Sin embargo, el perro dejó de ladrar en cuanto vio la ambulancia. Se acercó a su dueño y se sentó junto a él.

Los sanitarios se aproximaron con cuidado. El perro permaneció inmóvil.
—¿Qué hacemos?
—Parece listo, nos ha dejado acercar. Yo me arrimo. Si se pone nervioso, usa el spray.
El médico dejó con cuidado la caja de medicamentos, se agachó junto al herido y lanzó miradas cautelosas al animal. El perro observaba en silencio.

Había pulso, pero débil. Un hombre joven, de unos 35 años, con una herida abdominal y mucha pérdida de sangre. Uno de los sanitarios vendó la herida rápidamente, mientras el otro preparó dos jeringuillas y le administró medicamentos. El perro no apartaba la vista de ellos.

Para entonces, ya se había juntado un grupo de curiosos, aunque todos se mantenían a unos diez metros. Nadie se atrevía a acercarse más.

Uno de los sanitarios trajo la camilla. Subieron con cuidado al hombre y lo metieron en la ambulancia. No podían llevarse al perro. El animal los miró fijamente. Pero las normas eran claras… ¿Qué más podían hacer?

La ambulancia avanzó lentamente por el camino irregular. El perro corrió tras ella, a ratos adelantándola, a ratos quedándose atrás. El hospital no estaba lejos. Al llegar, el vehículo se detuvo ante la barrera.

—Tenemos a un herido. El perro es suyo —explicó el conductor al guardia.
—Ya veo. ¿Y qué quieres que haga? —El guardia miró al animal y le espetó—: ¡Quieto! ¡Fuera! ¡No! ¡Siéntate!
La rápida sucesión de órdenes desconcertó al pastor alemán, pero obedeció. Se sentó frente a la barrera y siguió con la mirada la ambulancia hasta que desapareció.

Tras una hora esperando, el perro se tumbó junto a la valla, sin estorbar el paso. Los guardias lo vigilaban al principio, temiendo que intentara colarse. Pero al ver que no se movía, se relajaron.

—¿Qué hacemos?
—Nada. ¿Qué propones?
—¿Cuánto tiempo va a quedarse ahí?
—¿Quién sabe? Quizá se vaya pronto.
—No… Es listo. ¿Esperará a su dueño?
—¿Hasta cuándo? Si al hombre no le va bien…
—Mala cosa. ¿Le damos de comer?
—¡Claro! Dale comida aquí y te despiden.
—Entonces, ¿qué hacemos?
—Nada. Quizá se vaya solo. Si no, ya veremos.

____________________________

Amaneció. El perro seguía allí. Los guardias se turnaron, y los recién llegados fueron informados. Uno de ellos dijo:
—Voy a preguntar por el herido. A ver cómo está. No vaya a ser que llamen a recoger al perro… Que revisen las cámaras. A lo mejor le llevo algo de comer.

—¡No lo alimentes aquí!
—¡Sí, déjalo que se muera de hambre!
El perro observaba con atención a los que hablaban de él.

Pasaron unos 40 minutos. El guardia regresó.
—¿Y? ¿Cómo está?
—Lo operaron. En la UCI, pero parece que va mejor. Pedí sobras en el comedor —mostró una croqueta y una salchicha en un plato de plástico, y un cuenco con agua.

—Pero aquí no se puede dar de comer. Ven —llamó al perro, colocando los recipientes bajo un árbol. El pastor alemán lo miró sin moverse.

—Ven, come. O al menos bebe agua. ¡Vamos! ¡Puedes! —el guardia intentó recordar alguna orden.

El perro se levantó, pero no dio un paso. Se notaba que meditaba. Miró al hombre, los cuencos, la barrera… y volvió a sentarse.

—Bueno, como quieras —el guardia se alejó.

Al cabo de un rato, el animal se acercó despacio. Olfateó la comida y empezó a beber con avidez.

____________________________

Pasó una semana. El dueño del perro ya estaba en una habitación, recuperándose. No tenía a nadie a quien preguntar por su compañero, y eso lo entristecía.

Vivían juntos desde que él dejó el ejército por una herida. Habían servido juntos, se habían adaptado a la vida civil juntos. Confiaba en que un perro tan inteligente no desaparecería.

Mientras tanto, el pastor alemán se había movido de la entrada hacia unos árboles cercanos. Desde allí seguía vigilando. Un guardia le daba algo de comida en secreto. Se le ocurrió avisar al dueño.

Después del turno, el guardia fue a la habitación. Dentro había cuatro camas, dos ocupadas. Un paciente yacía inmóvil; otro, vestido con ropa deportiva, estaba de pie.

—Buenas —el guardia se dirigió al que estaba en la cama—. ¿Es usted López Alejandro?

—Sí, soy yo. ¿Pasa algo?

—Soy guardia del hospital. ¡No se preocupe, son buenas noticias! ¿Es suyo el pastor alemán?

—¿Por qué habla en pasado? —preguntó Alejandro con nerviosismo.

—Perdón, me expresé mal. ¡Sigue ahí! Lleva días esperando en la entrada. Ahora está un poco más apartado, pero no se va. Le damos algo de comer.

Alejandro cerró los ojos, sonrió y movió la cabeza.

—¿Qué? ¿No es suyo?

—¡Sí, es mío! Lúa… Mi Lúa. Servimos juntos. Está adiestrada, es muy lista.

—Ya nos hemos dado cuenta —el guardia sonrió, aliviado—.

—¿Me hace un favor? Alcánceme un pañuelo de la mesilla.

El guardia se lo dio. Alejandro lo pasó por sus manos y rostro.

—Ahora meta el pañuelo en una bolsa. Lléveselo a Lúa, por favor. ¡Ella lo entenderá!

____________________________

El guardia salió del hospital y se acercó a los árboles. Lúa vio la bolsa en su mano. Se levantó, aunque sin aproximarse. Él dejó la bolsa en el suelo y la abrió, apartándose después.

El animal olfateó el pañuelo durante mucho, mucho tiempo. Finalmente, lo sacó con cuidado, se lo llevó bajo el árbol, se tumbó y lo apoyó sobre sus patas, cubriéndolo con la cabeza.

**Epílogo.**

Lúa esperó a su dueño. La alegría de ese reencuentro no se puede describir. Se habían salvado el uno al otro tantas veces… Sabían que valía la pena esperar.

Y ella lo hizo.

Rate article
MagistrUm
A las cuatro de la mañana, un perro comenzó a ladrar detrás de las casas, intensificando sus ladridos a las cinco.