**El Seprono bajo las estrellas: un drama en Pinar del Rey**
A los 62 años, conocí a un hombre y fuimos felices hasta que escuché su conversación con su madre. Esa noche me partió el alma, sembrando dudas sobre el amor que acababa de encontrar.
¿Quién iba a decir que a mis años me enamoraría como en la adolescencia? Mis amigas se reían, pero yo brillaba de felicidad. Se llamaba Javier, unos años mayor que yo, y nos conocimos en un concierto de zarzuela en Pinar del Rey. Durante el intermedio, empezamos a hablar y descubrimos que amábamos los mismos libros y las películas de los años 70. Esa noche lloviznaba, el aire olía a tierra mojada y asfalto cálido, y de pronto me sentí joven otra vez.
Javier era un caballero: atento, con un humor fino y esa capacidad de hacerte reír hasta con las tonterías. Junto a él, volví a disfrutar de la vida. Pero aquel junio, que comenzó lleno de luz, pronto se nubló con un secreto que nunca sospeché.
íamos cada vez más: al teatro, a tomar café en La Tertulia, compartiendo recuerdos de esos años en los que creía haberme acostumbrado a la soledad. Un día, me invitó a su casa junto al río, un lugar sacado de un cuadro. Olía a pino fresco, y el sol poniente doraba el agua. Jamás me había sentido tan feliz. Pero una noche, tras quedarme a dormir, Javier salió de repente diciendo que tenía que «arreglar unos asuntos». En su ausencia, sonó el teléfono. En la pantalla, un nombre: Soledad.
No contesté—no quería parecer entrometida—, pero la inquietud se coló como una sombra. ¿Quién era Soledad? Al volver, Javier me explicó que era su hermana, que tenía problemas de salud y necesitaba ayuda. Su voz sonaba sincera, y le creí. Pero los días pasaron, los viajes de él se hicieron más frecuentes y las llamadas de Soledad no cesaban. Sentía que ocultaba algo. Éramos cercanos, pero ahora había un muro invisible entre nosotros.
Una madrugada, desperté y no estaba. A través de las paredes, su voz llegaba baja pero clara:
—Sole, dame un minuto… No, ella no sabe nada… Ya lo sé, pero necesito tiempo…
Mis manos temblaron. *«Ella no sabe nada»*… No podía ser sobre otra cosa. Me acosté de nuevo, fingiendo dormir cuando volvió, pero mi mente bullía. ¿Qué secreto guardaba? ¿Por qué necesitaba tiempo? El pecho me ardía entre el miedo y el dolor.
Al amanecer, le dije que iría a comprar fruta al mercado. En realidad, necesitaba un rincón del jardín para llamar a mi amiga:
—Carmen, no sé qué hacer. Creo que Javier y su hermana esconden algo grave. ¿Deudas? ¿Algo peor? Justo cuando empezaba a confiar…
Carmen suspiró al otro lado:
—Habla con él, Marisol. O te vas a volver loca con suposiciones.
Esa tarde, no pude más. Cuando Javier regresó, le pregunté con la voz quebrada:
—Javi… escuché tu conversación con Soledad. Dijiste que yo «no sabía nada». Explícame, por favor.
Su rostro palideció. Bajó la mirada:
—Perdona… Iba a decírtelo. Soledad es mi hermana, pero está en un lío enorme. Le van a embargar la casa. Me pidió ayuda y he gastado casi todos mis ahorros. Temía que, si lo sabías, pensarías que soy un irresponsable o que no tengo nada que ofrecerte. Quería solucionarlo antes de hablarte.
—¿Y por qué ocultármelo? —mi voz tembló de rabia y tristeza.
—Porque tenía miedo de perderte. Esto nuestro es nuevo… No quería cargarte con mis problemas.
El dolor me atravesó, pero luego vino un alivio enorme. No había otra mujer, ni mentiras… Solo el miedo a defraudarme y la lealtad a su familia. Las lágrimas asomaron. Recordé esos años de soledad y supe que no dejaría ir a Javier por un malentendido.
Le tomé la mano:
—Tengo 62 años y quiero ser feliz. Si hay problemas, los resolveremos juntos.
Javier respiró hondo, los ojos brillantes, y me abrazó fuerte. Bajo la luz de la luna, con el canto de los grillos y el aroma de los pinos, sentí que la angustia se esfumaba. Estábamos juntos, y eso era lo único importante.
Al día siguiente, llamé a Soledad y le ofrecí ayuda con el banco—si algo sé es de negociar, y aún tengo contactos. Al hablar con ella, entendí que no solo estaba ganando un amor, sino una familia. Soledad se emocionó, y enseguida nos entendimos.
Ahora, al mirar atrás, sé que la vida nos pone pruebas para ver si el amor es verdadero. A los 62, el corazón no espera milagros… pero a veces los recibe. Hoy, en Pinar del Rey, nuestra historia hace sonreír a otros, recordándoles que el cariño y la confianza pueden vencer cualquier sombra.







