«Una semana de embutido: cuando la suegra decide que comemos demasiado»

**«Un chorizo para toda la semana — o cómo mi suegra decidió que comíamos demasiado»**

Era un día de julio abrasador. Desde primera hora, Elena Victoria fregaba ventanas, sacudía almohadas y recordaba a su hija que era hora de visitar el pueblo.
—¡El ajo ya está listo! —insistía por teléfono—. ¡Se os pasa el verano encerrados en la ciudad como sardinas! ¡Las cerezas se pondrán malas, las patatas se pudrirán, y vosotros ahí, pegados al móvil!

Al final acordaron ir ese fin de semana: ayudar en la huerta y, como siempre, pasar la tarde en familia.

Alejandro no quería ir. La última visita terminó con un incidente desagradable que aún recordaba. Solo había欲pedido un poco de chorizo para el arroz, y su suegra, literalmente, se lo negó. De manera tan brusca que casi le quitó las ganas de comer.

El sábado partieron temprano. Trabajaron rápido: arrancaron el ajo, lo clasificaron y lo guardaron. Después, pensando en el descanso, la cena y una velada tranquila, Alejandro se duchó y entró en la cocina. Lucía y su madre ponían la mesa. El aroma del arroz con cosas le hizo agua la boca. Para no esperar, abrió la nevera, cogió una loncha de chorizo y se disponía a prepararse un bocadillo cuando…

—¡Ni se te ocurra! —rugió Elena Victoria.

El chorizo volvió al frigorífico en un segundo. Alejandro se quedó paralizado, sin entender.

—¿Qué pasa, mamá? —preguntó Lucía, confundida.

—¡El chorizo es para el desayuno, con pan! Ahora, arroz. ¡No arruines el apetito! —cortó secamente la suegra.

Alejandro se sentó, probó el arroz… pero no había ni rastro de carne. Pidió al menos un poco de chorizo. Otra negativa.

—¿Por qué insistís tanto en el chorizo? —se quejó ella—. ¡Si ya os habéis comido media barra! ¿Sabéis lo que cuesta? ¡Es para toda la semana!

Alejandro apartó el plato. El hambre se le había ido por completo. Se levantó y salió al patio. Lucía lo siguió más tarde. Su marido estaba tumbado en el sofá, mirando al techo.

—Vámonos a casa. No soporto estar aquí. Siento que me vigilan cada movimiento, como si fuera un ladrón. Hasta el pan parece racionado.

—Aquí no hay ni tienda —dijo Lucía, apenada—. Solo pasa el camión del mercado los jueves.

—¡Pues habría que haber traído comida, no melocotones y cerezas! —bufó Alejandro—. Mañana me voy. Luego vuelvo a por ti. Porque sin proteínas, no aguanto.

—Nos vamos juntos —respondió ella con firmeza.

Y así lo hicieron. Lucía mintió a su madre: dijeron que habían llamado urgentemente a Alejandro del trabajo. Elena Victoria los despidió con una mirada de desaprobación.

Pasó casi un año. No volvieron al pueblo. Pero ella sí los visitó a ellos. Y lo más curioso: abría su nevera como si fuera la suya. Cogía lo que quería sin preguntar. Hasta Alejandro se reía:

—Mira, el chorizo. Vaya, parece que aquí sí se puede…

Pero en primavera, los llamados comenzaron de nuevo:

—¿Cuándo venís? La huerta no espera.

Alejandro se resistió. Pero Lucía propuso un truco:

—Llevaremos provisiones. Así mamá no estará contando cuánto comes.

Él aceptó, con una condición: pasarían por el supermercado de camino. Y así lo hicieron. Al llegar, Elena Victoria frunció el ceño:

—¿Otra vez melocotones? —pero al ver las bolsas llenas de jamón, queso y chorizo, se quedó callada.

—Así no tendrás que contar cuántos gramos me como —sonrió Alejandro.

Ella resopló, pero no dijo nada. Más tarde, en la cocina, susurró a su hija:

—No estaría mal que siempre vinierais así. Más fácil para mí, más tranquilo para vosotros.

Lucía asintió en silencio. Le daba risa y pena a la vez. Pero al menos, Alejandro volvería. Aunque fuera con provisiones. Esto, según había demostrado la experiencia, también era una forma de felicidad familiar.

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