«Solo quería silenciar el móvil y terminé descubriendo la verdad»: cómo los mensajes de mi marido con su familia casi destruyen nuestro matrimonio
Llevamos una semana como en una guerra fría. Con Antonio no hablamos, nos evitamos la mirada y solo intercambiamos frases cortantes sobre el niño. Y todo por una tontería que, al final, no fue tan tontería.
Ese día, Antonio se fue al trabajo como siempre. Yo estaba en casa, con el niño durmiendo en su cuna. Hacia las diez de la mañana, el móvil de mi marido, olvidado en la mesilla, empezó a vibrar. Una notificación, otra, otra más… Me acerqué solo para silenciarlo y que no despertara al pequeño. Pero entonces vi el nombre del grupo del que llegaban los mensajes: «Familia de verdad».
Me quedé helada. «Familia de verdad». ¿Y yo qué era entonces, la decoración? La madre de su hijo, su mujer, ¿no contaba como «de verdad»? El corazón me dio un vuelco. Y sí, la curiosidad pudo más que yo. Abrí el chat. Y ojalá no lo hubiera hecho.
En el grupo estaban Antonio, su madre, su padre y su hermana Lucía. Yo no, claro. Pero de mí hablaban… y vaya cómo. Resulta que soy una desastre en casa, que no sé cuidar al niño y que, en resumen, no valgo para su hijo y hermano. Mi suegra decía que le daba de comer al niño mal, tarde y con lo que no tocaba. Que la casa parecía «un campo de batalla» y que siempre estaba «hecha polvo, como si trabajara en una mina». Y la hermana de Antonio, que no ha cambiado un pañal en su vida, asentía y añadía su granito de sal.
Pero lo que más dolió fue el silencio de Antonio. Ni una palabra para defenderme. Puso «me gusta» a los comentarios de su hermana, reaccionó con emojis a los insultos velados de su madre. El hombre al que amo, el padre de mi hijo, permitía que me humillaran. Y yo… yo me esforzaba. Sonreía. Asentía cuando mi suegra me daba «consejos» y luego hacía las cosas a mi manera, en silencio. No quería líos, intentaba encajar.
Cuando Antonio llegó por la noche, no pude callarme.
—He visto el chat —le dije, mirándole a los ojos.
Se puso blanco, pero en lugar de disculparse, estalló:
—¿Has cotilleado mi móvil? ¡Eso es privado! ¿Cómo te atreves?
Gritó, me acusó, se puso hecho un basilisco. Ni una palabra sobre cómo me sentía yo. Ni un atisbo de arrepentimiento. Nada.
Ahí, plantada delante de él, no daba crédito. ¿Era este el hombre con el que quería envejecer? ¿El padre de mi hijo? A quien había perdonado sus malos humores, sus cansancios, sus noches fuera… Yo nunca le escondí mi móvil. No tengo nada que ocultar. Él, en cambio, sí.
Desde entonces, apenas hablamos. Duerme en el sofá. Dice que he roto su confianza. Y yo me pregunto: ¿quién rompió qué? Porque yo solo siento que me han traicionado. Me han juzgado, criticado y ninguneado como si fuera una invitada incómoda en su vida, no su mujer.
No sé qué pasará ahora. Hemos hablado de divorcio. Quizá en caliente… o quizá no.
Pero lo tengo claro: la traición no siempre es una infidelidad. A veces es callar cuando deberías hablar. A veces es darle «me gusta» a lo que te parte el alma.
Ahora solo quiero saber: ¿puedo volver a confiar en él? ¿O ya es demasiado tarde?…






