Mi hermano Adrián se casó hace seis años. Desde entonces, ni mis padres ni yo hemos pisado nunca el umbral de su casa. Todos los cumpleaños, fiestas y reuniones familiares se celebran invariablemente en la amplia casa de mis padres, en las afueras de Zaragoza. Mi madre prepara montañas de comida, pone la mesa y luego envía a Adrián y a su mujer, Lucía, a casa con tuppers llenos de croquetas y ensaladilla rusa.
Cuando Adrián acababa de casarse, Lucía cumplió años unos meses después. Mi madre, entusiasmada, decidió organizar una sorpresa: compramos una tarta, elegimos un regalo bonito y nos dispusimos a visitarla. Mamá llamó a Lucía para avisarla, pero esta contestó fríamente que no pensaba celebrar nada. Mamá, sin querer darse por vencida, insistió:
—¡Pero si solo pasaremos a tomar un café con la tarta! No tienes que preparar nada, Lucita.
Al final, fuimos igual. Pero en lugar de recibirnos con alegría, nos llevamos un chasco: Lucía salió a la calle, murmurando que la casa “estaba sin limpiar”, y se negó a dejarnos entrar. Atónitos, le entregamos la tarta y el regalo en el rellano de la escalera y nos fuimos. Desde entonces, todas las celebraciones son en casa de mis padres, y tratamos de no acordarnos de ese momento tan incómodo.
Lucía llegó a soltarle a mis padres sin rodeos:
—¡Ustedes tienen una casa grande, con espacio de sobra! Nosotros vivimos en un piso de 50 metros, ¿dónde vamos a meter a todos?
Apenas pude contener las ganas de replicar. ¿En serio no caben en un piso los suegros y la hermana de su marido? ¡No es una multitud, solo somos tres! Pero nos mordimos la lengua para no empeorar las cosas.
Ahora Lucía está embarazada de cinco meses. Será el primer nieto de mis padres, y mi madre, como es lógico, no cabe en sí de la emoción. No deja de llamar a Adrián para preguntar por Lucía y ofrecer ayuda. Pero hace poco descubrimos que Lucía dejó su trabajo en cuanto supo del embarazo. Mamá se alarmó:
—¿Y si se encuentra mal? ¿Y si necesita ayuda?
Adrián la tranquilizó: Lucía estaba bien, simplemente quería “cuidarse”. Nos quedamos perplejos. Adrián y Lucía siempre vivieron a todo tren: restaurantes, viajes, caprichos caros. No tienen hipoteca —el piso era de la abuela de Lucía—, así que se gastaban el dinero en lo que les apetecía. Pero con Lucía sin trabajar, los ingresos disminuyeron y su estilo de vida se resintió. Adrián intentó convencerla de que ajustaran gastos, pero ella no está dispuesta a renunciar a sus lujos.
Lucía confesó que dejó el trabajo por miedo a “pillar algo”. Su precaución es comprensible, pero ahora mismo están rozando el límite, y ella sigue exigiendo el mismo nivel de vida. Y entonces, en medio de todo esto, Adrián nos invitó a su cumpleaños. ¡A su casa! Mis padres y yo nos quedamos de piedra. Mi padre hasta bromeó:
—¿Podré al fin probar la cocina de mi nuera?
Mi madre, ilusionada, imaginaba una velada familiar. Intenté llamar a Lucía para confirmar detalles, pero en lugar de una conversación tranquila, me llevé una pataleta. Entre sollozos, me dijo que no quería vernos:
—¡Tendré que limpiar y cocinar! ¡Estoy embarazada, no puedo con todo!
Intenté calmarla:
—Lucía, no hace falta nada complicado. Un poco de patatas, una ensalada, un pollo al horno… Nosotros llevamos la tarta. Es una cena normal, pero para cinco. ¿Dónde está el problema?
Hasta le sugerí pedir comida a domicilio para facilitarle las cosas. Pero ella seguía quejándose de que igual tendría que fregar el suelo y ordenar. Perdí la paciencia:
—¡Lucía, es un piso pequeño! ¿De verdad es tanto esfuerzo? ¿O es que solo friegan cuando van a venir invitados?
Al final, le solté un ultimátum:
—Si no nos quieres ver, no iremos. Felicitaremos a Adrián por teléfono y listo.
Se lo conté a mi madre, y estuvo de acuerdo. Cuando le planteamos la situación a Adrián, estalló:
—¡Lucía está en casa sin trabajar! ¿No puede preparar una cena y limpiar un poco? ¡Vosotros venid! No tenemos dinero para catering ni limpieza, así que tendrá que apañárselas.
Sus palabras quedaron flotando en el aire como una nube de tormenta. Al final, todos acabamos discutiendo. Las ganas de ir al cumpleaños se nos quitaron del todo. Ver la cara de Lucía resoplando y poniendo los ojos en blanco no es precisamente un plan apetecible. No queremos sentirnos como invitados incómodos en casa de mi propio hermano.
Pero al mismo tiempo, duele pensar que podríamos herir a Adrián. ¡Tiene tantas ganas de reunir a la familia en su casa! ¿Cómo podemos no ir? Es su día, y él no tiene la culpa de los berrinches de su mujer. Estamos ante un dilema: tragar saliva e ir, arriesgándonos a amargar la velada, o negarnos, sabiendo que le partiríamos el corazón. La situación parece no tener salida, y cada paso nos hunde más en este lío familiar. ¿Qué hacer cuando el amor por tu hermano choca con la antipatía hacia su esposa? No tenemos la respuesta, pero el cumpleaños se acerca, y hay que decidir…






