Cuando me casé con Javier, sabía que tenía una hija de su primer matrimonio. Lucía, su exmujer, abandonó a la niña hacía ya seis años —hizo las maletas y se marchó a Alemania con un nuevo amor, empezando una vida desde cero. Desde entonces, tuvo otros dos hijos, y de la mayor solo se acuerda dos veces al mes por videollamada, enviando regalos únicamente en fechas señaladas. Veía cómo la niña añoraba a su madre, cómo clavaba los ojos en la pantalla del móvil, esperando que dijera: «Ven a vivir conmigo». Pero jamás la llamó, jamás vino. Simplemente la borró de su vida.
Al principio, la niña vivía con su suegra, la madre de Javier. Pero esta se cansó pronto, agobiada con los estudios, los caprichos y los berrinches. Así que terminó devolviendo a la nieta a su padre. Javier la trajo a casa, me miró a los ojos y susurró: «Adriana se quedará con nosotros. Para siempre».
Intenté ser una buena madrastra, de verdad. Le compraba ropa, cocinaba sus platos favoritos, la recogía del colegio, charlábamos de corazón. Quería ser su amiga. Pero la niña se encerró en sí misma. Levantó un muro entre nosotras sin siquiera intentar acercarse. No solo me ignoraba —parecía demostrar a propósito que yo no existía en su mundo.
Han pasado tres años. Ahora tiene doce. Y sigue igual: viviendo en casa, dando órdenes como si el piso fuera suyo y no de Javier y mío. Cada noche se queja a su padre: «Tía Marta me obligó a recoger mis cosas», «Tía Marta no me compró lo que quería». Luego, mi suegra me llama reprochándome que «no le presto suficiente atención» y que «pronto tendré mi propio hijo, así que debería aprender a ser madre». Pero ella tampoco quiere ocuparse de su nieta, ni siquiera una hora cuando tengo que ir al médico o al trabajo.
Esto me agota. Trabajo, llevo la casa, cocino, y ahora estoy embarazada. Javier, aunque no toma partido por su hija, me pide que sea más comprensiva. Pero ya no puedo. La niña se ha convertido en una fuente de irritación: es descuidada, grosera, nunca da las gracias, no escucha y siempre está descontenta. No es mía, y ya ni me engaño a mí misma.
A veces, por las noches, me quedo en la cocina pensando: «Si entonces me hubiera negado a que viniera… Si hubiera insistido…». Pero ya es tarde. No puedo dejar a mi marido —vamos a tener un hijo juntos. Y, aunque suene egoísta, cada día deseo más que la hija de Javier decida volver con su abuela. Que diga: «Estoy mejor con la abuela». No intentaré convencerla para que se quede. No lloraré.
Solo quiero vivir en paz. Sin reproches constantes, sin luchar por un lugar en esta casa. Quiero que mi hijo crezca con amor y armonía, no en tensión y discusiones. Quizás esta sea mi única oportunidad para salvar mi familia y no perderme a mí misma.