Víctor — el sustento devorado por su propia bondad
Víctor llegó a casa exhausto, como siempre. Empujó la puerta de la cocina y se quedó clavado en el umbral: su madre, llorando desconsolada.
—Mamá, ¿qué pasa? —preguntó, con la voz tensa.
No hubo respuesta. Solo silencio y miradas bajas.
Desde el pasillo apareció su abuela.
—¡Ya te lo dije, Lucía! ¡Sabía cómo terminaría esto! —reprochó, mirando a su hija con amargura.
Víctor tenía catorce años aquella noche. Fue entonces cuando dejó de ser un niño. Su padre se había marchado —con otra, una mujer “divertida y actual”—. Los abandonó a los tres: Lucía, Víctor y la pequeña Lola. Sin dinero, sin pagas. Solo una sombra en la puerta.
La abuela se mudó con ellos al día siguiente y tomó el mando. Su madre lloraba, su abuela criticaba, y Víctor intentaba no estorbar. Comprendió pronto que la infancia era un lujo que no podía permitirse.
Empezó trabajando en una panadería —la tía Elena se apiadó del chico flaco con ojos de adulto—. Le dio té caliente, pasteles y unas pocas monedas. Así empezó el camino de Víctor: de la niñez a la supervivencia.
Estudiaba, trabajaba, buscaba extras. No fue al servicio militar —los contactos de Elena lo salvaron—. Ella se convirtió en familia: no le mimaba ni compadecía, pero le respetaba. Por su fuerza, su honestidad, su silenciosa resistencia.
A los veinticuatro, Víctor era ya un hombre de verdad. Lola creció —él fue su hermano y su padre—. La abuela, antes estricta hasta gritar, ahora le servía los mejores trozos.
Encontró el amor. Se casó. Se hipotecó. Compró un coche a su esposa. Ayudó a su hermana. Trasladó a su madre y abuela a su casa —¿cómo no hacerlo? Él era “el hombre de la casa”.
Llegaron los hijos. Uno, luego otro. Su mujer se quedó en casa. Víctor trabajó. Sin descanso. El dinero no alcanzaba —buscaba más trabajos—. Verano: la familia al sur. Su madre, al balneario. Su hermana, para la boda. Sobrinos: ropa nueva. Víctor, al límite.
Cuando la abuela murió, ni siquiera tuvo tiempo de llorar. Había que llevar a su madre al médico. Su esposa, cansada, frunció el ceño. Pero Víctor seguía. Sosteniéndolos a todos. Sin quejarse.
Hasta que un día… se compró una guitarra. El sueño de su infancia. Llegó a casa. Su mujer resopló:
—Qué tontería. ¿Para qué?
Su hijo le pidió dinero. Para un viaje.
—¿Cuántos años tienes? —preguntó Víctor.
—Veintiuno.
—¿No es hora de buscártelo tú?
—Pero estoy estudiando…
—Yo también estudié. ¡Y trabajé desde los catorce!
La puerta se cerró de golpe. Víctor se marchó. Alquiló un piso por una noche. Solicitó vacaciones. Se tumbó… y durmió por primera vez en años.
Decidió que viviría. Para él. Un poco. Al menos lo intentaría.
Llamó a su esposa:
—¿Nos vamos de vacaciones? Donde quieras. Al Teide, a Islandia…
—¿Para qué?
—Para vivir. Juntos. Como personas.
—No tengo tiempo.
—Entonces, adiós.
En casa estalló el caos. “Víctor es un desgraciado”, “nos abandonó”, “le di mi vida”. Los amigos movían la cabeza. “¿Cómo pudo hacerlo, Víctor…?”
¿Y Víctor? Estaba en la cima del Teide, respirando. Por primera vez de verdad. Quizá sí era un desgraciado. O quizá… solo un hombre que se atrevió a vivir para sí mismo.






