«Un embutido para la semana: cómo mi suegra decidió que comemos demasiado»

Hace ya muchos años, en un caluroso día de julio, doña Carmen Martínez amaneció limpiando ventanas, sacudiendo almohadas y recordando a su hija que era hora de visitar el pueblo —el ajo ya estaba listo para cosechar. Lucía intentó excusarse con el trabajo, los compromisos y los niños, pero su madre, terco como siempre, no dio su brazo a torcer.

—¡El verano se acaba y vosotros ahí, en la ciudad, como ratas enjauladas! —exclamó con indignación por teléfono—. ¡Las moras se pasarán, las patatas se pudrirán, y vosotros ahí, pegados a esos aparatos!

Al final acordaron ir ese fin de semana: ayudar en la huerta y, como de costumbre, pasar la velada en familia.

Javier no tenía muchas ganas de ir. La última visita había terminado con un mal sabor de boca, algo que, al parecer, aún no superaba. Aquella vez, solo había pedido un poco de chorizo para acompañar la paella, pero su suegra, literalmente, se lo negó. Tan bruscamente que casi se atraganta de la sorpresa.

El sábado partieron temprano. Trabajaron rápido y bien: arrancaron el ajo, lo clasificaron y lo guardaron. Parecía que luego llegaría el descanso, la cena, una noche tranquila. Javier se duchó y entró en la cocina. Lucía y su madre ponían la mesa. Los aromas de la paella llenaban el aire. Para no esperar, el hombre abrió la nevera, cogió un trozo de chorizo y se dispuso a hacerse un bocadillo cuando…

—¡Ni se te ocurra! —retumbó la voz de doña Carmen como un disparo.

El chorizo volvió al instante a la nevera. Javier se quedó helado, sin entender nada.

—¿Qué pasa, mamá? —preguntó Lucía, desconcertada.

—¡El chorizo es para el desayuno, con pan! Ahora toca paella. ¡Y no te eches a perder el apetito! —cortó la suegra sin miramientos.

Javier se sentó, probó la paella, pero no había ni rastro de carne. Pidió al menos un poco de chorizo. De nuevo, un no rotundo.

—¿Por qué tanto escándalo? —se quejó doña Carmen—. ¡Ya os habéis comido medio chorizo! ¿Sabéis lo que cuesta? ¡Lo compré para toda la semana!

Javier apartó el plato. El hambre se le había ido por completo. Se levantó y salió al jardín. Lucía lo siguió más tarde. Él estaba en el sofá, mirando al techo.

—Vámonos a casa. No aguanto estar aquí. Cada movimiento que hago parece que lo vigila, como si le estuviera robando. Hasta me da miedo untar demasiada mantequilla en el pan, no vaya a quitármela de las manos.

—Aquí ni siquiera hay tienda —dijo Lucía, avergonzada—. Solo pasa el camión del mercado los jueves.

—¡Habría que traer comida, no cerezas y albaricoques! —refunfuñó Javier—. Mañana me voy. Luego vuelvo a por vosotras. Sin carne, no voy a durar mucho.

—Nos vamos juntos —dijo Lucía con firmeza.

Y así lo hicieron. Lucía le mintió a su madre, diciendo que a Javier lo habían llamado urgente del trabajo. Doña Carmen los despidió con la mirada torcida.

Pasó casi un año. No volvieron al pueblo. Pero doña Carmen sí los visitó a ellos. Y lo más curioso: cada vez que llegaba, abría su nevera como si fuera la suya. Cogía lo que quería, sin pedir permiso. Hasta Javier se reía:

—Mira, el chorizo. A ella, al parecer, aquí no le importa…

Pero en primavera, las llamadas empezaron de nuevo:

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