Siempre soñé con tener nietos. Lo imaginaba incluso cuando mi hijo Alejandro era pequeño. Soñaba con cuidar bebés, tejerle calcetines, enseñarles a decir «abuela», comprar juguetes y ver cómo crecía nuestro legado.
Alejandro era mi único hijo. Mi luz, mi sostén. Mi marido murió joven, y yo lo crié sola, dándolo todo: fuerzas, alma, salud. Él era el sentido de mi vida. Cuando creció, terminó la universidad, encontró trabajo y, al fin, trajo a casa una novia, me sentí dichosa.
Se llamaba Lucía. Sencilla, amable, humilde. Sabía cocinar, limpiaba, no contestaba… todo como yo deseaba. Pensé: «Ella es la esposa perfecta para mi hijo». Se casaron, vivían en armonía. Alejandro floreció, se volvió más cariñoso, siempre sonreía. Yo me alegraba.
Pero al cabo de unos años empezaron las preguntas incómodas. «¿Y los nietos?», me decían las vecinas, las amigas, hasta antiguas compañeras de trabajo. Yo solo me encogía. Hasta que no pude más y hablé con mi hijo. Alejandro fue honesto: Lucía tenía problemas de salud. Probablemente no tendrían hijos.
Sus palabras fueron como un martillazo en mi pecho. ¿Sin nietos? ¿Sin continuidad? ¿Para qué entonces mi vida entera, para qué tanto esfuerzo si mi apellido se perdería?
Alejandro lo asumió con calma. Me dijo que amaba a Lucía, que la familia no eran solo hijos, que ellos estaban felices. Pero yo… no podía aceptarlo. Lo veía como una derrota. Sin darme cuenta, empecé una guerra en su hogar.
Hacía pequeñas maldades. Insinuaba que Lucía no lo cuidaba como debía. La comparaba con otras mujeres que «parían sin parar». Armaba escándalos, sobre todo cuando supe que Lucía quería adoptar. Grité que un niño ajeno nunca sería familia, que la sangre lo era todo. Que mi nieto debía ser de mi sangre, no de papeles.
Alejandro callaba. Hasta que un día hizo las maletas, pidió el divorcio y se mudó a un piso alquilado. Conmigo dejó de hablar. Me quedé sola.
Pasaron meses. Vivía como en una niebla. Sin mi hijo, sin nadie. Hasta que una vecina me contó que Lucía había adoptado una niña. Se llamaba Sofía.
Tiempo después, Alejandro me llamó. Su voz era tranquila, sin rencor. Me pidió vernos. Estuvimos en silencio mucho rato. Luego me dijo que había vuelto con Lucía. Que seguían juntos, que la amaba. Que ahora tenía una hija.
No supe qué decir. Me mordí los labios.
—Me llama papá —susurró él, con la voz quebrada—. Y Lucía… es la mejor persona que he conocido. Si quieres, te presento a Sofía.
Acepté. Por cortesía, pensé. Pero al ver a esa niña, algo se quebró en mí. Pequeña, frágil, con ojos enormes. Se acercó tímida y me tendió la mano:
—Hola, abuelita…
La abracé. Y en ese instante, todo lo que creía importante —sangre, apellido, herencia— se volvió polvo. Solo quedó amor. Puro como una lágrima.
Ahora los veo juntos. A Sofía crecer, reír, correr hacia Alejandro. Y entiendo: Lucía tenía razón. La familia no es solo biología. Es corazón. Es elección. Es dar calor a quien lo necesita.
Ahora le tejo calcetines a Sofía, le compro cuentos y la llevo al parque. Y cada día pienso: pude perderme todo esto por mi orgullo, por mi ceguera.
Lucía es una nuera con un corazón inmenso. Hizo lo que yo nunca me atreví: amar a una niña que nadie esperaba.
Y ahora sé: a veces, la verdadera familia nace no de la sangre, sino del valor y la bondad.