La madre al instante descubrió las intenciones de su suegra y frenó sus ambiciones
Estar en deuda con alguien es una carga pesada, pero es cien veces peor cuando el acreedor te recuerda constantemente su “generosidad”, exigiendo gratitud eterna. Yo, Lucía, y mi marido, Álvaro, siempre intentamos vivir con lo nuestro, sin pedir prestado. Pero su madre, Carmen López, nos imponía su ayuda para luego recordarnos sin cesar cómo nos había “salvado”. Esos reproches solo cesaban si volvía a “prestarnos” dinero. Incluso cuando Álvaro le devolvía el dinero a tiempo, ella encontraba la forma de alabarse: “¿Ven? No tuvieron que lidiar con bancos y sus intereses abusivos. Mamá al rescate.” Vivíamos en un pueblo cerca de Toledo, y ese juego de “benefactora” nos hizo la vida imposible.
Cuando surgió la idea de comprar un piso, me negué rotundamente a aceptar la ayuda de mi suegra. La oportunidad llegó tras la muerte de mi abuela. Dejó un piso a mi madre, quien lo vendió y repartió el dinero entre mi hermana y yo. Era casi la mitad de lo necesario. Pero Carmen López no tardó en ofrecer el resto… con una condición: la propiedad debía estar a su nombre. Me quedé perpleja: “¿Por qué a su nombre?” —pregunté. “¿Y a quién si no? ¡Yo pongo el dinero!” —contestó tajante. No pude contenerme: “Mi madre también aportó. ¿Quiere ser copropietaria con ella?” Mi suegra se puso colorada: “¿Te estás burlando?” —”No —respondí—, compraremos el piso a nuestro nombre. No necesitamos su dinero. Una hipoteca no es tan terrible como ser sus eternos deudores”.
Para entonces ya no callaba como antes y había aprendido a responderle en su mismo tono. Esto la enfurecía, y ella se quejaba a la familia de que su nuera “se había vuelto insolente”. Aun así, le dio el dinero a Álvaro, ignorando nuestras protestas. Él volvió a casa desconcertado: “Perdona, acepté el dinero de mamá. No paraba de insistir con tu ‘terquedad’ y la hipoteca”. Suspiré: “Bueno, ahora tocará agradecerle eternamente”. Pero no imaginaba el infierno que nos esperaba.
Tras pagar su parte, Carmen López se creyó dueña del piso. Daba órdenes sobre el empapelado, los muebles y hasta la colocación del sofá. “Quiten esa ducha y pongan una bañera. A mí me gusta más, y cuando tengan hijos, ¿dónde los bañarán?” —decía. Intentamos ignorar sus “consejos”, pero era como luchar contra molinos de viento. Cuando terminamos de amueblar, exigió una copia de las llaves “por si acaso”. Sentí la rabia hervir en mí, pero accedí para evitar conflictos. Fue un error.
El primer domingo, un ruido en la cocina me despertó. Medio dormida y en camiseta, me acerqué y me quedé helada: Carmen López reorganizaba los cajones. “¿Qué hace?” —logré decir. En lugar de responder, chilló: “¡Qué falta de vergüenza! ¿No puedes ponerte una bata?” Perdí la paciencia: “¿Para qué? ¡Es mi casa! Puedo ir como quiera. ¿Y usted qué hace aquí?” —”¿Tu casa? —replicó—. ¿Quién puso el dinero?” No me contuve: “¡No usted! La cocina la pagó mi madre. Su dinero fue para el baño. ¡Vaya a ordenar allí!” Álvaro, despertado por los gritos, se llevó las manos a la cabeza y huyó al dormitorio, dejándonos solas.
Comprendí que no podía sola y llamé a refuerzos: mi madre, Isabel Martínez. Encerrada en el baño, le expliqué la situación. Media hora después, tocaron el timbre. Mi suegra abrió con falsa naturalidad: “¡Isabel! ¿Tan temprano?” Mi madre, sin rodeos, contestó: “Me aburro sola. Me quedaré un par de semanas. Puse dinero, tengo derecho. ¿Y usted qué hace aquí?” La suegra se encogió: “Solo pasaba a ver…” —”¿El qué? —insistió mi madre—. ¿Esa ducha que quiere quitar? A mí me encanta. Su bañera debe ser de los tiempos de Franco. Repartamos: usted con su antigüedad, yo con mi ducha moderna”.
Mi madre no la dejó hablar, y Carmen López comprendió que había encontrado a su rival. Empezó a retroceder: “Vamos, comadre, ¿para qué discutir? Mejor tomamos un café y hablamos en paz”. Se marcharon, y Álvaro y yo, aliviados, pudimos empezar el día.
No sé qué le dijo mi madre, pero desde entonces, Carmen López dejó de aparecer sin avisar. Ya no da órdenes ni me trata con desdén, pues sabe que mi madre no lo permitirá. Esta pequeña victoria me llena de alegría, pero la inquietud persigue: guarda rencor y sé que buscará cómo recordarnos su “generosidad”. Sin embargo, ahora tengo claro: mi madre es mi escudo. Con un solo encuentro puso a mi suegra en su lugar. Le agradezco, pero temo que Carmen López no haya dicho su última palabra. Aun así, estoy preparada: con mi madre a mi lado, no cederé.
La lección es clara: cuando alguien intenta dominarte bajo el disfraz de la ayuda, a veces solo hace falta firmeza… y el respaldo de quien no te falla.