Ella me tuvo celos… por la gata
Nunca imaginé que acabaría metida en una situación tan absurda, por no decir ridícula. Mi madre y yo hablamos por teléfono cada día, a veces incluso dos veces: por la mañana y por la noche. Pero llevaba dos días sin poder contactarla: o rechazaba la llamada o simplemente no contestaba. Empecé a preocuparme de verdad. Ya estaba dispuesta a ir a su casa, por si acaso le pasaba algo con el móvil. Por cierto, el nuevo smartphone se lo regaló Alejandro por el Día de la Madre, pero mi madre y la tecnología no son precisamente amigas.
Entonces, ¡milagro! Al fin contestó, pero con una voz fría, como si estuviera hablando con un funcionario serio:
—Sí, dime.
—Mamá, ¿dónde te habías metido? Estaba desesperada, ¡dos días sin poder hablarte!
—No he tenido tiempo de hablar. Y menos de gatos —dijo tajante.
Al principio no entendí nada, pero pronto todo cobró sentido. El problema era nuestra gata. Llevábamos un mes cuidando a Dalia —nuestra preciosa minina negra, cuyo nombre de pila era «Adelaida de la Vega del Infinito», para ser exactos. Todo empezó con un malestar, luego vinieron las visitas al veterinario, diagnósticos equivocados, inyecciones, pastillas, tratamientos, sueros… y todo en vano. La gata empeoraba; una de las clínicas casi acaba con ella.
Hasta que en el tercer sitio dimos con una verdadera profesional: experimentada, tranquila, meticulosa. Ecogafías, análisis, revisiones… Insistió en operarla. Tenía miedo. Temía perderla, pero confié en la veterinaria, y valió la pena. La recuperación fue dura: la alimentaba con cuchara, le daba agua con una jeringuilla, dormía en el suelo a su lado por si empeoraba. Por suerte, Dalia se recuperó. Ya come sola, usa el arenero, ronronea y se acurruca con nosotros como antes.
Antes de este enfado, hablé con mi madre y le conté, casi de pasada, cuánto nos había costado el tratamiento. Ya sabes, cifras considerables. Mi madre se quedó boquiabierta:
—¡Varios meses de mi pensión! ¿Te has vuelto loca?
La conversación no acabó en pelea, pero tampoco con cariño. Noté algo raro, pero decidí ignorarlo. Mi madre, al parecer, estuvo rumiando la información hasta que algo hizo clic en su mente.
No pude aguantarme y, al oír sus reproches por mi «obsesión gatuna», le pregunté directamente:
—Mamá… ¿me tienes celos por Dalia?
—¡No! Es solo que… ¿cómo puedes gastar más en una gata que en tu propia madre?
—¡Pero estaba enferma, mamá! ¿Qué querías, que la sacrificara? Por cierto, eso, salía más barato que la operación…
—No me refería a eso —murmuró, ya sin tanta seguridad.
—Mira, sabes que Alejandro y yo siempre estamos ahí para ayudarte. Si necesitas algo, dínoslo. Vendré, hablamos y lo solucionamos. Te mandaremos dinero, compraremos lo que haga falta. Sabes que tú eres lo primero para nosotros, y Dalia… bueno, también es de la familia. La queremos.
Mi madre se ablandó. Su voz dejó de ser helada, y al fin dijo lo que necesitaba oír:
—Sí… siempre estáis ahí… gracias. Es que no entiendo cómo se puede gastar tanto en un animal.
—Porque la queremos. Y no hay que comparar. No es «o tú o ella». Te queremos a ti y también a ella. Hagamos un trato: dime enseguida si necesitas algo. ¡Si no, empezaré a aparecer por casa a revisar la nevera y el botiquín!
—Lucía, por favor, no me hagas inspecciones —se rio—. Perdona, he sido una tonta. Pero ven a verme, que te echo de menos…
—Ya voy —sonreí—. ¡Y que no falten tus empanadillas!
Esa tarde, mi marido y yo fuimos a su casa. Té, empanadillas, charla, risas. Todo como siempre. Y agradecí a Dios por tener a mi madre: viva, testaruda, susceptible, pero tan mía. Y Dalia ya está bien. Ojalá todo siga así.
Al final, entendí que el amor no se divide, se multiplica. Y que, a veces, los reproches esconden solo ganas de sentirse importante. Basta con escuchar para descubrirlo.