“Es tu nieto, Adrián, ya tiene seis años.” Una desconocida me detuvo en la calle, y mi hijo insiste en que él no tiene nada que ver.
Volvía del trabajo, exhausta como siempre, pensando en la cena y la reunión del día siguiente. De repente, escuché una voz detrás de mí:
—Disculpe… ¿Señora Beatriz Alonso?
Me giré. Ante mí había una mujer joven con un niño de unos seis años. Su voz temblaba ligeramente, pero su mirada era firme.
—Me llamo Lucía —dijo—. Y este es Adrián, tu nieto. Ya tiene seis años.
Al principio, pensé que era una broma absurda. No la reconocía, ni al niño. El asombro me dejó aturdida.
—Perdone, pero… ¿seguro que no se equivoca? —fue lo único que acerté a decir.
Pero Lucía continuó con seguridad:
—No, no me equivoco. Tu hijo es el padre de Adrián. Guardé silencio mucho tiempo, pero al fin entendí que tenías derecho a saber. No te pido nada. Aquí está mi número. Si quieres verle, llámame.
Y, dejándome paralizada, se marchó. Me quedé en mitad de la acera, con un trozo de papel en la mano, sintiendo cómo los puños se me cerraban solos. Corrí a llamar a Javier, mi único hijo.
—Javier, ¿has salido alguna vez con una chica llamada Lucía? ¿Tienes un hijo?
—Mamá, pues… sí, pero fue algo corto. Se comportaba raro, luego dijo que estaba embarazada. Pero no sé… igual lo inventó. Después desapareció. No estoy seguro de que sea mío.
Su respuesta no me dejó tranquila. Por un lado, siempre había confiado en él. Lo crié con disciplina, trabajando dobles turnos, privándome de todo para que él tuviera una vida mejor. Se convirtió en un profesional respetado, pero nunca formó una familia. Le rogaba que tuviera hijos, soñaba con ser abuela. Y ahora… de la nada, aparecía un nieto.
Al día siguiente, llamé a Lucía. No pareció sorprenderse.
—Adrián tiene seis. Nació en abril. Y no, no haré pruebas. Sé perfectamente quién es su padre. Rompimos cuando estaba embarazada. No vine antes porque podía sola. Mis padres me ayudan. Estamos bien. Solo vine por él. Tiene derecho a saber que tiene una abuela. Y tú… si quieres, puedes ser parte de su vida. Si no, lo entenderé.
Colgué y me quedé en silencio un largo rato. Por un lado, no podía ignorar las palabras de mi hijo. Por otro… había algo en los ojos de Adrián que me resultaba familiar. Su sonrisa. Su mirada. ¿O era solo mi deseo de tener un nieto?
Esa noche, miré por la ventana mientras recordaba llevar a Javier al colegio, compartir un plato de cocido, su primer día de escuela. ¿De verdad habría abandonado a una mujer con su hijo? ¿O acaso el niño no era suyo?
Pero incluso así, sentí un cálido hormigueo al pensar en Adrián. Y también rabia… por dudar. Yo nunca pedí pruebas cuando nació Javier. ¿Por qué ahora se las exijo a esta chica? ¿Por qué no puedo creerle?
Todavía no he decidido nada. No he vuelto a llamar. Pero cada vez que paso por esa calle, busco entre la gente. No sé si Adrián es mi nieto. Pero no puedo dejar de pensar en él. El sueño de ser abuela no se apaga. Y quizá, muy pronto, marque ese número. Aunque solo sea para conocer al niño que me llamó abuela.