«Ella dejó a su hijo por un salón de belleza, yo lo acogí como si fuera propio»

Ella renunció a su hijo por un salón de belleza. Y yo lo acogí como si fuera mío.

El parto de Lucía llegó de improvisto, antes de tiempo, en el octavo mes. Los médicos actuaron con rapidez, y al cabo de unas horas, ella sostenía en sus brazos el frágil cuerpecito de su pequeña hija. La niña fue llevada de inmediato a una incubadora; era demasiado débil para respirar por sí sola. Los ojos de Lucía se llenaron de lágrimas, mientras en su corazón anidaba una angustia que no podía calmar. Rezaba, susurrando entre sollozos: “Mi niña saldrá adelante… Volveremos juntas a casa…”.

Los días en el hospital transcurrían lentos. Lucía apenas dormía; cada hora se acercaba al cristal tras el que yacía su hija, la contemplaba, rezaba e intentaba mantener la esperanza. Un día, al salir de la habitación, escuchó por casualidad a dos médicos. En sus voces no había compasión, sino más bien cansancio y amargura.

—La de la habitación siete… —comentó uno—. Renunció a amamantar. Dice que teme estropear su figura.

—Bonita, sin duda. Pero no sé qué tiene en la cabeza —suspiró la enfermera.

Lucía se quedó alerta. Hablaban de una mujer que había dado a luz un niño días atrás. No solo se negaba a darle el pecho, sino que había firmado los papeles de renuncia. Alegó que “no entraba en sus planes ser madre, que quería vivir para sí misma”.

El hombre que llegó al hospital era quien le rompió el corazón a Lucía. Visitaba a su hijo, se quedaba junto al cristal, acariciaba aquella manita diminuta con guantes. Cuando vio a Lucía mecer con ternura al niño, alimentarlo y sonreírle, algo más que gratitud brilló en sus ojos: era esperanza.

La madre del niño, mientras tanto, estaba ocupada consigo misma. Uñas recién pintadas, cita en la peluquería, turno con la esteticista y prueba del vestido para el día del alta. En su mente no había espacio para el llanto de un bebé hambriento ni para noches en vela. Creía sinceramente que hacía lo correcto. “Soy demasiado joven para atar mi vida a un niño. Tengo toda la vida por delante”, le decía a sus amigas por teléfono.

Lucía visitaba al niño cada día. No olvidaba a su hija, rogando en silencio que la pequeña tuviese fuerzas para vivir. Pero, ay… A los pocos días, el médico le informó de la terrible noticia: la niña había fallecido. El corazón de Lucía se encogió. El mundo se oscureció. Solo quedaba un vacío en su pecho.

Se sentó en la cama, incapaz de hablar o llorar, abrazándose los hombros como si intentase recomponer su corazón destrozado. De pronto, llamaron a la puerta. Era él, aquel hombre, con globos y flores en las manos. Se acercó, se arrodilló y extendió los brazos hacia ella:

—Vamos a casa… juntos.

Lucía se quedó desconcertada. No entendía. Entonces, él colocó con cuidado en sus brazos a un bebé. El mismo niño al que había alimentado, al que ya quería como a un hijo. El hombre había tomado una decisión: adoptaría a su hijo, pero no solo. Con Lucía. Porque solo ella había demostrado ser una verdadera madre.

Aquel día, salieron juntos del hospital. Lucía no iba sola. A su lado estaban un hombre y un niño. En su corazón, el dolor de la pérdida y la luz de una nueva esperanza.

Y la otra… Natalia, la exesposa, permanecía junto a la ventana vestida con su mejor traje. Al ver que él recibía a Lucía, que los globos y flores eran para otra, palideció. Al principio no comprendió. Luego corrió por el pasillo, gritando:

—¿Qué está pasando? ¿Dónde está mi marido? ¿Dónde está mi hijo?

En recepción, la misma enfermera que había presenciado su indiferencia durante días la miró con cansancio.

—Cálmese, Natalia —dijo—. Todo está en orden. Ahora puede ocuparse de su apariencia en paz. Su hijo tiene una verdadera madre.

Lucía y el niño desaparecieron del hospital. Nadie volvió a verlos. Se mudaron a otra ciudad. Empezaron de nuevo. Desde cero. Con amor y confianza.

Y Natalia se quedó en el umbral, con su vestido, su peinado impecable, y sin nadie.

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«Ella dejó a su hijo por un salón de belleza, yo lo acogí como si fuera propio»