Hace ya un año que mi marido y yo estamos casados. Sin embargo, su madre no parece aceptar que su hijo eligiera un camino distinto al que ella había imaginado. Soñaba con casarlo con la hija de algún magnate, para que no solo nadara en la abundancia, sino que la arrastrara a ella también a ese dulce mundo de lujos. ¿De dónde le venían tantas pretensiones? Un misterio. La realidad es que nuestros ingresos son modestos: al principio ajustamos el cinturón y pedimos una hipoteca, ahora vivimos en mi piso de una habitación mientras alquilamos otro más nuevo. Nuestro siguiente paso es comprar un coche. Lo habitual en cualquier pareja joven. Sin excesos, pero sin pasar necesidad.
Pero mi suegra se niega a aceptarlo y sigue alimentando sus fantasías. No cesa en su empeño por destruir nuestro matrimonio. Sus métodos son asombrosos: encuentra rastros de pintalabios en las camisas de mi marido, su ropa huele a perfume femenino y, de pronto, aparecen preservativos en mi bolso. Por supuesto, esto provocaba peleas, desconfianza, discusiones. Afortunadamente, siempre se aclaraba, pero el mal sabor de boca permanecía.
Hace poco, a mi marido le ofrecieron trabajar durante unos meses en una ciudad cercana. Su empresa abría una nueva sucursal y le encargaron organizar el inicio. Era una oportunidad para crecer profesionalmente, así que no la desaprovechamos. Él se fue y yo seguí con mi vida.
A los pocos días, empecé a notar cosas raras: objetos fuera de su sitio, el armario revuelto. Al principio pensé que mi marido había venido a buscar algo, pues el viaje no era largo. Le llamé, extrañada, y él me aseguró que no había estado por ahí. Una hora después, me llamó de nuevo, con voz sombría. Supuso que había sido su madre. Antes de un viaje juntos, le había dado las llaves “por si acaso” y nunca las recuperó.
Al día siguiente, pedí permiso en el trabajo y lo primero que hice fue llamar a un cerrajero para cambiar la cerradura. A mi marido le advertí que, si volvía a darle las llaves a alguien, acabaría durmiendo en el rellano. Por la tarde, todo en el piso estaba en orden. Así que, efectivamente, había sido mi suegra. Decidí revisar los armarios y encontré… una diminuta cámara oculta en el estante de arriba.
Inmediatamente llamé a mi marido. Se quedó en silencio al principio, luego empezó a reírse, supongo que por el shock. Registré el piso con cuidado, esperando encontrar algo más, pero, por suerte, no había nada. No armé escándalo; mi marido me pidió que esperara a su regreso para que él se encargara.
Al día siguiente, mi suegra llamó. Debía de haber descubierto que las llaves ya no funcionaban y quería entrar. Preguntó si estaba en casa, diciendo que quería “pasarse a tomar un té”. Le respondí que no, pero que en otra ocasión lo haríamos. Media hora después, mi marido me avisó de que su madre ya se había quejado con él, diciendo que yo andaba de juerga y la casa estaba vacía.
Nos empezó a dar incluso risa. Bromeábamos sobre cuántas excusas más inventaría para colarse en nuestro piso. Y así fue: llamaba varias veces al día. Un día porque un repartidor le había traído un paquete a nuestra dirección, otro porque había olvidado sus gafas, o porque simplemente quería traernos empanadillas.
Cuando mi marido regresó, ella no tardó en anunciar su visita. La esperamos. Llegó, nos entregó una bolsa con empanadillas, dijo que iba a lavarse las manos… pero en vez de ir al baño, se dirigió al dormitorio. Obviamente, la seguimos. Y, como no, la pillamos hurgando en el armario. Al vernos, se turbó y empezó a balbucear incoherencias. Mi marido, en silencio, sacó la cámara del bolsillo y se la enseñó.
Entonces empezó el drama. Gritó acusándome de “andar en malos pasos”, de engañar a su hijo, y a él de ser ciego e ingenuo. Hasta montó una escena con lágrimas y llevándose la mano al corazón. Finalmente, dio un portazo y se marchó con la dignidad ofendida de una mártir.
A decir verdad, en ese momento tuve ganas de ponerme a aplaudir. ¡Qué interpretación, y sin ensayo! Pero aquello fue solo una batalla. Sé que la guerra no ha terminado. Aun así, me alegra que esta vez no cedimos y dejamos claro que nuestra familia no es un teatro del absurdo.