Tengo una hermana con la que ya no quiero tener relación

Tengo una hermana con la que ya no quiero tener ningún vínculo. Nuestra relación se rompió hace tiempo, y ahora veo con claridad que somos demasiado diferentes para entendernos. Se llama Lucía, vive en una lujosa mansión en las afueras de una gran ciudad. Su casa lo tiene todo: habitaciones espaciosas, tecnología moderna, incluso una piscina en el jardín. Lucía lo consiguió por sí misma: primero trabajó en el extranjero, luego montó su propio negocio en España. Es abogada, y hay que reconocerlo, muy exitosa. Pero su éxito no la convierte en alguien agradable.

Me llamo Isabel, soy cinco años menor que Lucía. Crecimos juntas en un pueblo pequeño, donde todos se conocían. Nuestros padres eran gente humilde: mi madre trabajaba en la escuela, mi padre en una fábrica. De niñas, éramos muy unidas, compartíamos secretos y soñábamos juntas con el futuro. Pero con los años, Lucía cambió. Siempre fue ambiciosa, quería más de lo que nuestro pueblo podía ofrecer. Después del instituto, se fue a estudiar a Madrid y luego al extranjero. Yo estaba orgullosa de ella, creía que lograría grandes cosas y seguiría siendo la misma persona de buen corazón. Pero me equivoqué.

Cuando Lucía regresó años después, era una mujer completamente distinta: fría, arrogante. Me hablaba como si no fuera su hermana, sino una conocida cualquiera que no entendía su “nivel de vida superior”. Sus palabras solían sonar a reproche: ¿por qué no aspiro a más, por qué vivo “tan sencillamente”? Y yo nunca quise competir con ella. Tengo mi propia felicidad: trabajo en una biblioteca, tengo un marido, Javier, y dos hijos. No somos ricos, pero somos felices. Me gusta mi trabajo, nuestras veladas en familia, los paseos con los niños. Pero para Lucía, parece que todo esto es insignificante.

Una vez la invité al cumpleaños de mi hija. Pensé que era una oportunidad para reconciliarnos. Lucía vino, pero se comportó como si nos hiciera un favor con su presencia. Criticó todo: la comida, nuestra modesta casa, incluso cómo criamos a nuestros hijos. A mi hija Laura le regaló una costosa tablet, pero añadió: “A ver si así aprendes algo útil”. Me quedé helada. Javier intentó aligerar el ambiente, pero Lucía solo suspiraba y miraba el reloj sin parar. Aquella noche supe que no quería volver a verla.

La gota que colmó el vaso fue lo de nuestra madre. Se puso muy enferma y necesitaba una operación. Yo la cuidaba, pedía días libres, buscaba médicos. Lucía lo sabía, pero ni llamó ni vino. Solo mandó un mensaje: “Pásame la cuenta, te transfiero dinero”. Yo no le pedí dinero, solo que estuviera ahí, que apoyara a mamá. Pero para Lucía, al parecer, todo se mide en euros. Mamá se recuperó, pero nunca recibió esa llamada de su hija mayor. Se le partió el corazón, y a mí me abrió los ojos: mi hermana ya no era la que recordaba.

Ahora Lucía vive su vida, y yo la mía. A veces me escribe, me invita a su mansión, pero siempre rechazo. No quiero oír sus sermones ni ver cómo presume de su dinero. No necesito sus euros ni sus regalos. Valoro a mi familia, a mis hijos, nuestras alegrías sencillas. Quizá ella piense que soy una fracasada, pero allá ella. Yo sé que la felicidad no está en una piscina ni en coches caros.

A veces echo de menos a la Lucía de mi infancia. Pero esa niña ya no existe. En su lugar hay una mujer que olvidó lo que es la familia. No le guardo rencor, pero tampoco quiero que forme parte de mi vida. Tengo a Javier, a mis hijos, a mis amigos, los que me valoran como soy. Y Lucía puede quedarse en su mundo perfecto. Ojalá algún día entienda lo que ha perdido.

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