La palabra «devolución» la escuchamos más en las tiendas: no sirve, no gusta, no funciona — lo devolvemos y pedimos otro. La gente está acostumbrada a que si algo no cumple sus expectativas, simplemente se puede devolver. Pero cuando esto le ocurre a una persona — a un niño — todo se convierte en una tragedia desgarradora que hiela la sangre.
Lucía nunca conoció a su familia biológica. Desde sus primeros días de vida, solo tuvo una cuna fría, paredes blancas del orfanato y enfermeras con miradas cansadas. Pero un día, un rayo de luz entró en su mundo gris. Unos padres nuevos vinieron a buscarla, la llevaron a casa y le prometieron que todo sería diferente. La niña era callada, un poco reservada, pero hacía todo lo posible por portarse bien. Aprendió dónde estaba cada cosa en la casa, decía «gracias» y «por favor», limpiaba, se quedaba quieta, no llamaba la atención. No sabía exactamente qué esperaban de ella, pero temía equivocarse. Temía volver allí.
Pero no fue suficiente. La nueva familia pronto entendió que la niña «no era como esperaban». No sonreía, no se abrazaba a ellos, no se mostraba cariñosa. No era un juguete. Lucía escuchó por casualidad la conversación: «¿Qué hacemos con ella? Cara de piedra, ni una pizca de alegría. No sentimos que sea nuestra hija. La devolvemos». La palabra «devolvemos» le golpeó como una bofetada.
Así que la niña, como una muñeca defectuosa, regresó al orfanato. Nadie le explicó por qué. Simplemente la llevaron y la dejaron. Si hubiera sido la primera vez, quizá lo habría entendido — a veces pasaba. Pero este era el segundo rechazo en su corta vida.
Lucía no culpó a nadie. Pensó que el problema era ella. No en las personas que prometieron una familia y luego cambiaron de opinión, sino en ella. Significaba que no era suficiente. Que no encajaba.
Mientras tanto, la mujer que una vez la había acogido pasó por una tragedia personal. Carmen y su marido decidieron ser padres de acogida. Al principio él la apoyó, pero luego todo cambió. Después del divorcio, todo se derrumbó — el dinero apenas alcanzaba para comer. Lloraba por las noches, hablaba con los servicios sociales y se sentía desesperada. Sin fuerzas ni recursos, Carmen devolvió a Lucía. Su corazón se partió, pero no tuvo elección.
Todo ese tiempo no vivió — solo sobrevivió. Su alma se quedó en aquel pasillo del orfanato donde, con el corazón en un puño, había dejado a la niña que ya había aprendido a amar. Y un día, cuando todo parecía perdido, fue al Monte de Piedad. Joyas, electrodomésticos, incluso un anillo familiar — todo lo cambió por dinero en efectivo. Encontró un piso barato de alquiler, consiguió un trabajo duro pero bien pagado y… corrió al orfanato.
Carmen temblaba de miedo. «Me odiará. Me verá y me dará la espalda», pensaba la mujer. Pero cuando Lucía la vio en la puerta, rompió a llorar y se lanzó a sus brazos. «Lo sabía. Sabía que volverías», susurró la niña.
Desde entonces, están juntas otra vez. Fue difícil. Carmen trabajaba sin descanso, la casa era humilde, a veces tenían que elegir entre comida o pagar facturas. Pero cada mañana comenzaba con la niña mirando con cautela hacia el cuarto, preguntándose: ¿mi mamá sigue aquí?
Carmen lloró muchas noches. No por cansancio, no. Por vergüenza. Aún no se perdonaba por aquel día en el que cerró la puerta del orfanato detrás de Lucía. Sabía que jamás lo haría de nuevo. Aunque se quedara sin un céntimo. Porque Lucía no era un objeto. No era un producto defectuoso. Era una persona. Pequeña, frágil, marcada por demasiado dolor. Y aunque el mundo fuera cruel, aunque hubiera quienes devuelven niños como zapatos viejos — ella, Carmen, no permitiría que eso volviera a pasar.
Ahora viven con poco, pero felices. Lucía ya sonríe. A veces ríe a carcajadas. Ha empezado a dibujar. Sueña con ser artista. Y Carmen ha vuelto a soñar. Con una casita pequeña. Con un trabajo mejor. Y, sobre todo, con que nadie más se sienta jamás como un desecho.