**Diario Personal**
Logré que mi marido, Javier, cortara lazos con su familia. No me arrepiento—ellos lo arrastraban hacia el abismo, y no podía permitir que arrastraran a nuestra familia también. No eran borrachos ni vagos, pero su forma de pensar era venenosa. Creían que la vida debía regalarles todo sin esfuerzo. Pero nada en este mundo es gratis, y yo no iba a permitir que mi marido, lleno de potencial, se hundiera en su pozo de resignación.
Javier es trabajador, pero le faltaba chispa. Su familia, de un pueblo cerca de Jaén, jamás buscó esa motivación. Solo se quejaban: del gobierno, de los vecinos, del destino—de todos menos de sí mismos. Sus padres, Manuel y Carmen, vivían en la pobreza, contando cada céntimo, pero sin intentar cambiar nada. Su filosofía era clara: «Así es la vida, hay que aceptarlo». Javier tenía un hermano menor, Álvaro, cuya vida tampoco floreció. Su esposa lo dejó por un hombre con más dinero, y él se convenció de que todas las mujeres buscan solo riqueza. Eran como un agujero negro que devoraba la esperanza.
Yo amaba a Javier y creía en él. Pero tras dos años de matrimonio, viviendo en ese pueblo, entendí que, si no cambiábamos algo, acabaríamos vistiendo ropa gastada y contando monedas para el pan. Aunque el pueblo era pequeño, había opciones, pero su familia le repetía lo contrario. «¿Para qué trabajar para otro? Te echarán sin un duro y nadie te ayudará», decía su padre. Ambos trabajaban en una fábrica local donde los sueldos llegaban con meses de retraso. «No vale la pena cambiar, todo es por enchufe», repetía Javier, como un eco. Su madre ni siquiera cultivaba un huerto. «Para qué, si lo robarán», decía. Su pasividad me agotaba.
Veía cómo Javier, talentoso y esforzado, se apagaba bajo su influencia. No solo vivían en la miseria—se rendían ante su destino como si fuera ley. No quise eso para él ni para mí. Un día, exploté. Me senté frente a él y le dije: «O nos vamos a la ciudad y empezamos de cero, o me voy sola». Él se resistió, repitiendo las frases de sus padres: que nada cambiaría. Mis suegros lo presionaban, acusándome de romper la familia. Pero me mantuve firme. Era nuestra única salida. Al final, aceptó, y nos mudamos a Sevilla.
El cambio fue duro. Empezamos desde cero: buscando trabajo, alquilando un cuarto pequeño, vigilando cada euro. Fue agotador, pero vi cómo renacía la determinación en Javier. Consiguió trabajo en una constructora; yo, como recepcionista en una clínica. Estudiamos, madrugamos, avanzamos. Han pasado quince años. Ahora tenemos piso, coche y vacaciones cada verano. Dos hijos: Daniel y Lucía. Todo lo logramos solos. Javier es jefe de departamento, y yo tengo una pequeña tienda. Nuestra vida es fruto del esfuerzo, no de la suerte.
Aún visitamos a sus padres, les mandamos dinero. Pero no han cambiado. Álvaro sigue con ellos, en la misma fábrica con sueldos impagados. Nos llaman «afortunados», como si no hubiéramos luchado suficiente. «Os tocó la lotería», dicen, ignorando nuestras noches en vela, nuestros sacrificios. Sus palabras son como una bofetada. No ven el sudor que nos costó ganarnos lo que tienen, mientras ellos se ahogan por voluntad propia.
Hace poco, Javier admitió que mudarse fue lo mejor que hizo. Comprendió cómo su familia sofocaba sus ganas de mejorar, cómo sus quejas lo frenaban. Me enorgullece haberlo sacado de allí. No le prohibí verlos, pero protegí nuestra vida de su influencia. Cada llamada, cada lamento, me recordaba lo cerca que estuvimos de caer en su desesperanza.
A veces, el corazón me duele al pensar que Javier pudo quedarse atrapado en esa vida gris. Pero cuando lo veo mirar a nuestros hijos, a nuestro hogar, sé que hice lo correcto. Su familia sigue en su mundo, donde el destino manda y el esfuerzo no cuenta. Nosotros elegimos otro camino. Y no dejaré que sus palabras o costumbres vuelvan a envenenarnos. Javier y yo levantamos nuestra felicidad, y nadie nos la quitará.