—¿No vendrás a verme por el piso, verdad? — La historia de la abuela que quiso poner a prueba a sus nietos.
La abuela Valentina vivió casi toda su vida en un barrio tranquilo en las afueras de Toledo. Después de quedarse viuda, se quedó sola en su piso de dos habitaciones, que heredó de su madre. Sus hijos, los padres de sus nietos, siempre estaban ocupados, viajando o trabajando hasta tarde, así que a menudo dejaban a la nieta pequeña, Lucía, con ella.
El nieto mayor, Miguel, siempre fue el consentido de la familia. Le compraban los mejores juguetes, lo apuntaban a mil actividades y luego le pagaron una universidad de renombre. Lucía, en cambio, pasaba desapercibida: no se quejaba, no exigía atención y maduró antes de tiempo. Estudiaba, trabajaba, vivía en un piso compartido y nunca pedía nada. La única persona que le daba calor de verdad era su abuela Valen.
Lucía visitaba a la abuela casi cada semana: después del trabajo, los fines de semana, sin falta. A veces le traía comida, otras veces medicinas, o simplemente iba a tomar un té y charlar. Pero una tarde, la abuela la recibió con cara de piedra y en silencio.
—¿Por qué vienes tanto, hija? —preguntó, sin quitar los ojos de la tele—. ¿Será que quieres heredar mi piso?
Lucía, que estaba fregando el suelo del pasillo, se quedó paralizada.
—Abue, ¿qué dices? ¿Qué piso ni qué niño muerto? Te prometí hacer sopa… ¿Quieres unas croquetas al horno?
La abuela resopló, pero no respondió. Lucía sonrió, tragó el desprecio como siempre y se fue a la cocina. Puso la tetera, sacó la crema de cacao favorita de su abuela y empezó a cocinar.
Unos minutos después, la abuela entró y soltó algo que le encogió el corazón a Lucía:
—Ya he firmado los papeles del piso a nombre de Miguel. Así que pierdes el tiempo. No te tocará nada.
Lucía se enderezó, se secó las manos y contestó con calma:
—Pues mejor. No vengo por el piso. Eres mi familia, me criaste, y ahora me toca cuidarte a ti. El piso son solo cuatro paredes.
La abuela no dijo nada, pero su mirada cambió: ahora había desconfianza, casi intranquilidad. Bebieron su té, hablaron de la serie favorita de la abuela y no volvieron a tocar el tema.
Unos días después, Lucía recibió una llamada de Miguel. Gritaba por el teléfono, acusándola de haber manipulado a la abuela para que le dejara el piso a ella.
—¡Eres igual que los demás! —rugió—. ¡No quiero saber nada de ti!
Minutos después, llamó su madre. La misma canción: “¿Cómo has podido hacer esto? ¡Esa es la casa de la familia!”. Lucía, confundida, colgó y fue directa a casa de la abuela.
—Abuela, ¿qué está pasando? —preguntó serena—. Miguel dice que has firmado el piso a mi nombre. No entiendo nada. Tengo un amigo abogado, si necesitas ayuda… Pero dime la verdad: ¿has hecho algo?
La abuela se sentó despacio, suspiró y confesó. Las vecinas la asustaron con historias de familiares que solo cuidaban a los ancianos por herencia, así que quiso comprobar quién de sus nietos era sincero. A Lucía le dijo que el piso era de Miguel. Y a Miguel, que era de Lucía.
—Y bueno, ya vi quién es quién —dijo con tristeza—. Tú, mi Lucita, seguiste siendo la de siempre: buena y leal. Y tu hermano… bueno, ya viste cómo reaccionó.
Lucía solo movió la cabeza. No estaba enfadada. Simplemente entendió de una vez quién quería a su abuela y quién solo pensaba en el dinero.
La abuela le propuso que se mudara con ella, ahora que el piso era técnicamente suyo, pero Lucía dijo que no.
—Tú necesitas tu paz, abuela. Yo llevo otro ritmo: trabajo, amigos, vida. Déjalo todo como está. Seguiré viniendo, igual que antes. El piso no importa.
Y así fue. Lucía sigue yendo a ver a su abuela, le lleva sus chuches favoritas, ven juntas sus series y le da cariño sin pedir nada. Y la abuela ahora sabe que su nieta es la única persona que la quiere de verdad. No por los metros cuadrados. Solo por amor.