Mi marido me dijo que él podía arreglárselas sin mí, pero que yo sin él no. Bueno, ya veremos.
Después de ocho años de matrimonio, yo, Lucía, por fin me liberé de los estereotipos que me habían metido en la cabeza mi madre, mi abuela y mi suegra. Ellas repetían que una buena esposa es la que lo hace todo: trabaja, cría a los hijos, mantiene la casa impoluta, prepara comidas deliciosas, mientras su marido luce camisa planchada, bien alimentado y feliz. Yo intentaba cumplir con ese ideal, pero mi marido, Javier, no valoraba mis esfuerzos. Estaba acostumbrado a que yo lo hiciera todo y ni siquiera notaba cómo me agotaba. Estaba harta de ser invisible, de cargar con todo sola.
Siempre había tenido ejemplos en mi familia. Mi madre, mi abuela, mi hermana mayor Sofía… todas eran amas de casa perfectas, que vivían por y para la familia. Mi madre, profesora, volvía a casa al mediodía, cocinaba y luego corregía exámenes hasta medianoche. Nadie lo consideraba un sacrificio, era su “rol de mujer”. Mi padre, hasta hoy, no sabe dónde están sus calcetines. Mi madre le lleva las zapatillas, le pone la mesa y le sirve la cena. Jamás lo vi con una fregona o una aspiradora. Sí, trabajaba mucho, llegaba tarde, pero ganaba bien. Gracias a eso, compró pisos para mí y para Sofía. Mi madre podía no trabajar, pero creía que su aporte económico era importante. Así la crió mi abuela, y así nos crió ella a nosotras.
Sofía, mi hermana mayor, se casó cinco años antes que yo y seguía los pasos de nuestra madre. Estudió magisterio, tuvo dos hijos y convirtió su hogar en un modelo de orden. Cada vez que iba a visitarla, todo relucía: los niños impecables, la casa brillante, bizcochos recién horneados en la mesa. Después de casarme, yo también soñaba con esa vida. Quería ser la esposa perfecta, hacerlo todo sola. Pero Javier, a diferencia de mi padre o del marido de Sofía, no ganaba mucho. Llegaba tarde, pero su sueldo no alcanzaba. Yo le decía que era talentoso, que con tiempo haría carrera… mientras iba corriendo de un lado a otro como una loca.
Javier no ayudaba en casa. Antes del matrimonio vivía con sus padres, y su madre, Carmen, lo protegía de las “tareas de mujer”. Según ella, el hombre debía arreglar cosas, hacer reparaciones y cargar peso. Pero Javier tenía una hernia, así que lo del peso quedaba descartado. En ocho años hicimos una reforma en casa, y encima contratamos a unos obreros. Yo, en cambio, me partía la espalda para que todo estuviera perfecto: limpiaba, cocinaba, lavaba, planchaba… Quería ser esa “buena esposa”, pero cada día me sentía más agotada.
Hace dos años tuve a mi segundo hijo. El embarazo y el parto fueron difíciles, apenas podía moverme, pero Javier, en vez de apoyarme, se quejaba. Le molestaba la sopa sin sal, la camisa arrugada, el polvo en los estantes. Yo, exhausta, con el bebé en brazos, intentaba seguir adelante. Mi madre y mi suegra repetían que no hacía nada extraordinario, que era el papel natural de una mujer. Les creía, aunque dentro de mí crecía la sensación de que me ahogaba bajo el peso de sus expectativas.
Todo cambió cuando mi hijo de siete años, Hugo, se negó a recoger sus juguetes diciendo: “Eso es cosa de mujeres, que lo haga mamá”. Repitió las palabras de su padre. En ese momento, algo se rompió dentro de mí. Quizá en otro momento lo habría ignorado, pero esa vez me invadió una ola de rabia y desesperación. Grité, lloré, no podía parar. No era un berrinche, era el grito de una mujer cansada de ser invisible. Logré calmarme una hora después, pero entendí que no podía seguir así.
Esa noche decidí hablar con Javier. Intento explicarle lo agobiada que estaba, que necesitaba su ayuda. No le pedía que hiciera todo, solo repartir las tareas: ir a comprar, quedarse con los niños para que yo pudiera ducharme, fregar el suelo una vez a la semana. Pero me cortó: “¿Con qué no puedes? ¿Con los niños? ¿Con la limpieza? Yo te mantengo mientras estás de baja, ¿y encima quieres que haga tu trabajo? ¿Y tú qué harás, echarte en el sofá?”. Sus palabras me atravesaron como un cuchillo. No me escuchó, no quiso entenderme. Al final de la pelea, soltó: “Yo sin ti puedo, pero tú sin mí no”. Bueno, ya veremos.
Desde ese día, decidí que ya estaba bien. Volví a trabajar media jornada. Antes daba clases de inglés, y retomé esa actividad. En casa empezó una guerra fría. Dejé de correr detrás de Javier: ya no le cocinaba, no le lavaba la ropa, no le planchaba. Preparaba comida solo para los niños y para mí. Él quería vivir sin mí? Pues que lo probara. Mi madre y mi hermana se negaron a ayudarme con los niños, diciendo que estaba destruyendo mi matrimonio. “Qué tontería no darle de comer a tu marido. Tiene razón, la culpa es tuya. Yo trabajaba, llevaba la casa y aquí estoy”, me decían. “Eres mujer, aguanta, es tu destino”, añadió mi madre. Para ella era normal, para mí, humillante.
Me ayudó mi amiga Marta, con quien trabajaba en el colegio. Se ofreció a cuidar al pequeño mientras yo daba clases. Hugo, el mayor, ya podía quedarse solo. Llevamos dos meses así. No volveré a la vida de antes, donde era una criada. Es duro, pero no quiero pasar el resto de mi vida siendo una máquina de limpiar y cocinar. A Hugo ya le estoy enseñando a ser responsable, y al pequeño lo educaré para que nunca divida las tareas en “de hombres” o “de mujeres”. Espero que Javier recapacite. Si no, estoy preparada para el divorcio. Prefiero estar sola que ser invisible en mi propia casa. Mi destino no es complacer, es vivir con dignidad.