«Creíamos que la abuela ayudaría con los nietos, pero destrozó nuestro hogar»

«Pensábamos que la abuela nos ayudaría con los niños, pero acabó destrozando nuestra casa»

Esta historia me la contó una buena amiga. Su familia es la típica pareja joven con dos niños pequeños: una niña de cinco años y un niño de año y medio. Como muchos, llevaban una vida sencilla pero feliz. La madre, en excedencia; el padre, trabajando. Hasta que la economía empezó a hacer aguas.

Cuando el pequeño cumplió los dieciocho meses, mi amiga, Marta, decidió volver al trabajo. Su marido, Álvaro, se esforzaba, pero su sueldo apenas daba para lo básico. Una niñera estaba fuera de su alcance —demasiado cara—, así que la única opción era la abuela, la madre de Álvaro. Al principio, la mujer pareció aceptar sin protestar. Todos asumieron que estaría encantada de cuidar a sus nietos y que Marta podría aportar ingresos a la familia.

Marta había crecido respetando a los mayores, así que ni se le pasó por la cabeza dudar de la abuela. Al fin y al cabo, ella misma la había criado a Álvaro como un hombre decente.

Pero la cosa no salió como esperaban.

A las pocas semanas, la abuela empezó con las quejas: que los niños eran malcriados, que no hacían caso, que lo desordenaban todo, que comían fatal y que no paraban de correr por la casa. Cada día llamaba a Marta para soltarle un sermón sobre lo agotador que era cuidarlos.

—¡Necesitan mano dura, los has consentido demasiado! —decía la suegra, irritada—. Además, yo no soy una niñera. Tengo mis cosas y mi salud. No estoy obligada a estar aquí todos los días.

El colmo llegó cuando exigió un «día libre entre semana, porque lo necesito». Marta se quedó de piedra: ellos tenían que trabajar, cumplir horarios, y de pronto a la abuela le daba por necesitar descanso. ¿Y qué hacían con los niños? Eso ya no era su problema.

Pero las críticas no se limitaban a los nietos. Empezó a imponer sus normas en casa de su hijo y su nuera: que si las toallas no colgaban como a ella le gustaba, que si las sábanas estaban mal estiradas, que si los cazos no estaban en su sitio. Hasta se puso a doblar su ropa interior, porque «en esta casa las cosas se hacen como yo digo». Al principio, Marta y Álvaro aguantaron, pero pronto empezaron a perder la paciencia.

Cuando por fin admitieron a la niña en el cole, Marta respiró aliviada. Solo quedaba el pequeño, que no entraría en la guardería hasta el año siguiente. Pero ya tenían claro una cosa: la abuela no volvería a ser su niñera. Marta redujo el contacto al mínimo: una llamada cada quince días, y las visitas de los nietos, una vez al mes, sin mucho entusiasmo por ninguna de las partes.

Sí, la abuela les echó una mano cuando más lo necesitaban, pero los reproches constantes, las órdenes y el afán de controlar todo rompieron el poco entendimiento que les quedaba. Marta me confesó que no quería que sus hijos crecieran bajo esa presión. Ella misma había crecido sin sermones de su abuela, y creía que los niños necesitan cariño, no gritos y mal humor.

Desde fuera, alguno pensará: «Vaya nuera desagradecida». Pero cuando te están machacando a diario, juzgando cada detalle y encima complicándote la vida, dan ganas de salir corriendo. Y no volver.

A veces pienso que los abuelos se olvidan: los nietos no son sus hijos. No les toca educarlos desde cero, día tras día. Están para dar amor, consejos sabios y mimos. No para repetir los métodos de los años ochenta, a gritos y regañinas.

Marta lo tuvo claro: prefería apañárselas sola, aunque fuese difícil, antes que dejar entrar de nuevo a alguien que convertía su casa en un campo de batalla. Y la entiendo.

¿Y vosotros qué opináis? ¿Deberían los abuelos cuidar a los nietos a diario, o es algo que debe hacerse por voluntad, sin obligaciones?

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«Creíamos que la abuela ayudaría con los nietos, pero destrozó nuestro hogar»