“No puedo seguir viviendo con la abuela de mi marido. ¡Es un martirio!”
A veces siento que no vivo en un piso, sino en un museo donde nada se puede tocar. Llevo meses rogándole a mi marido que nos mudemos, aunque sea a un alquiler, porque vivir bajo el mismo techo que su abuela es un infierno. Todo está prohibido: cada objeto, cada mueble, hasta el polvo. Si lo limpio, hay escándalo. Todo es “una reliquia”, todo tiene “valor sentimental”, y si hago algo diferente, de pronto le “duele el corazón”, le “sube la tensión”, y en media hora toda la familia lo sabe porque llama a todos para quejarse de lo desagradecidos que somos.
Antes de casarnos, compramos un piso con hipoteca. En la boda, nuestros padres nos dieron un buen dinero y yo estaba feliz: al fin tendríamos nuestro hogar, donde yo mandaría. Los dos trabajábamos, pagábamos la hipoteca juntos, todo iba bien… hasta que descubrí que estaba embarazada. Fue un shock: tomaba anticonceptivos. Al principio pensé en abortar, pero mi marido y mis padres gritaron al unísono: “¡Ni hablar!”
Hasta el parto seguí trabajando y el dinero alcanzaba. Pero después de nacer nuestra hija, todo se derrumbó: vivíamos con un solo sueldo. Mi marido hacía horas extras, lo que fuera para mantenernos. Yo no podía volver con mis padres; su casa es pequeña, y los suyos ya tenían a su hermano menor viviendo con ellos.
Entonces intervino la abuela. Ella misma nos ofreció su piso de tres habitaciones: “Aquí cabéis todos”. Yo apenas la conocía, pero parecía buena gente. Aceptamos. Alquilamos nuestro piso, el dinero ayudó… pero el precio emocional fue demasiado alto.
Al principio se soportaba, pero luego empezó la pesadilla. En su casa, nada se mueve. Nada. ¡Ni siquiera la niña! Si mi hija agarra algo o gatea por donde no debe, la abuela grita que le va a dar un infarto. Y encima me acusa de permitirlo a propósito, de querer matarla. Cuando mi marido llega del trabajo, ella monta un drama: soy mala madre, irrespetuosa, una provocadora. ¿Y él? Se encoge de hombros, como si no pasara nada. Para él, esto es normal. Pero yo no aguanto más. Estoy al borde de un ataque de nervios.
Le suplico: “Volvamos a nuestro piso. Aunque vivamos con lo justo, al menos estaremos en paz”. Él me pide paciencia: “Cuando salgas de la baja maternal, nos iremos”. Pero no sé cómo aguantar hasta entonces.
Le propuse cambiar los roles: que él se quede en casa y yo trabaje. Que pruebe un solo día con esta “dulce ancianita”. Se negó. Así que le di un ultimátum: si no nos mudamos el mes que viene, me llevo a la niña y me voy con mis padres a otra ciudad. Se quedó pensativo. Y ahora espero. No palabras, sino acciones. Porque ya no me quedan fuerzas para seguir tolerando esto.