Mi hermano y yo somos adultos desde hace mucho, pero nuestro padre sigue siendo el corazón de nuestra familia.
Aunque cada uno tiene su propia vida, nuestro padre, de setenta años, ocupa un lugar especial en nuestras vidas. Vive solo en una pequeña casa a las afueras de Sevilla. Mamá ya no está con nosotros, y tanto yo como Javier hacemos lo posible para que no se sienta solo, rodeándolo de cariño y atención. Me llamo Álvaro, mi hermano es Javier. A pesar del trabajo y las obligaciones, los dos nos esforzamos por visitarlo con frecuencia, aunque el día a día a veces nos agote.
Yo voy a verlo todos los domingos. Le preparo comida para varios días: cocido, tortilla, verduras guisadas, legumbres. Siempre bromea diciendo que cocino mejor que en un restaurante, aunque sé que solo lo dice para hacerme feliz. Mientras todo se cuece o se fríe, limpio su casa y reviso que todo esté en orden. Se llama Antonio Martínez. Le encanta recordar su juventud, repitiendo las mismas historias que he escuchado cientos de veces. Pero yo nunca me canso de oírlas, porque en esos relatos está su vida, y amo ver cómo se le iluminan los ojos al revivir el pasado.
Javier lo visita los miércoles. Vive un poco más lejos, pero siempre saca tiempo. Mi hermano se encarga de las reparaciones: arregla el grifo, corta el césped, quita la nieve en invierno. Papá intenta ayudar, pero entre los dos lo convencemos de que descanse. “No me dejáis aburrirme”, dice entre risas. A veces, Javier lleva a su hija Lucía, de siete años. Ella adora a su abuelo, y él le corresponde contándole cuentos y enseñándole a jugar al ajedrez. Esos momentos son su mayor alegría.
Nuestro padre es activo para su edad. Tiene un pequeño huerto donde cultiva tomates, pimientos y hierbas aromáticas. Dice que trabajar la tierra lo mantiene fuerte. Le gusta leer el periódico y ver películas antiguas. De vez en cuando le insistimos para que salga con nosotros, pero casi siempre se niega: “Estoy bien aquí”. Aunque sabemos que nuestras visitas significan mucho para él. Nunca lo dirá abiertamente, pero su sonrisa lo dice todo.
Javier y yo somos muy distintos, pero en una cosa coincidimos: valoramos a nuestro padre como nadie. No es solo nuestro progenitor, es nuestro ejemplo. Recuerdo cómo nos enseñó a trabajar, a ser honrados y a respetar a los demás. Incluso ahora, siendo padres nosotros mismos, seguimos admirándolo. Después de perder a mamá, se volvió más callado. Pero intentamos llenar ese vacío con nuestro amor. A veces pienso cuánto le habría alegrado ver cómo lo cuidamos.
Mi mujer, Marta, también lo quiere. Siempre le manda bizcochos o conservas caseras. Papá se ríe y dice que lo hemos malcriado. Tenemos dos hijos, y les encanta ir a ver al abuelo. El mayor, Pablo, de doce años, lo ayuda en el huerto, mientras que la pequeña, Clara, de nueve, escucha sus historias con los ojos brillantes. Esos ratos unen a toda la familia.
A veces pienso en lo rápido que pasa el tiempo. Papá ya no tiene la misma energía, pero su espíritu sigue fuerte. Javier y yo hemos hablado: jamás lo dejaremos solo. Si hace falta, lo llevaremos a vivir con nosotros o contrataremos a alguien. Pero mientras quiera seguir en su casa, respetaremos su decisión. Lo importante es que sepa que siempre estaremos ahí.
Nuestras visitas de domingo y miércoles son una tradición. No es solo por la comida o las tareas, es nuestra forma de decirle cuánto lo queremos. Y cuando lo veo sonreír, cuando abraza a Lucía o agradece la cena, entiendo que estos instantes no tienen precio. La vida me ha enseñado a valorar a la familia, y doy gracias por tener a un padre que, aún hoy, nos une a todos.