La suegra decidió mudarse con nosotros. Pero no esperaba que yo me callara.
Durante seis años, Javier y yo ahorramos para comprar nuestra propia casa, privándonos de casi todo. Por fin, conseguimos un acogedor apartamento de dos habitaciones en Madrid, luminoso y con una decoración sencilla. Esto debía marcar el inicio de una nueva etapa: en familia, feliz. Lucía estaba embarazada y el parto era inminente, faltaban solo unos días. Todo estaba listo: la maleta preparada, el rincón del bebé organizado, y solo faltaba una última limpieza antes de la llegada del pequeño.
Lucía siempre soñó con tener su propio espacio, lejos del control de los padres y, sobre todo, sin intromisiones de su suegra. Con Carmen la relación nunca fue fácil. A ella le encantaba decir cómo debíamos vivir, respirar o incluso fregar los platos. Una vez, Lucía no aguantó más y le dijo claramente que no necesitaba consejos constantes. Carmen se sintió ofendida y desapareció de sus vidas. Temporalmente.
Cuando Javier llevó a Lucía al hospital, jamás imaginó lo que le esperaba. Al día siguiente de ingresar a su esposa, su madre llamó para anunciar que iba a visitarlos. No le dio tiempo a protestar. Carmen llegó impecable, con aire de superioridad, y examinó el apartamento: el recibidor —”aceptable”—, las cortinas —”horribles”—, la cocina —”un desastre brillante, ¡ahora tendrás que limpiarla a diario!”—. Ella revisó la nevera, criticando las croquetas compradas y planificando un cocido para el día siguiente. Javier intentó bromear, cambiar de tema, pero fue inútil. Su madre se puso un chándal y, como una generala, inspeccionó el resto de la casa.
Por la noche, él quiso llevarla de vuelta a su casa. Pero ella dijo: “Me quedo a dormir. No puedes estar solo, por si traen a Lucía mañana”. Y se quedó. Una noche. Otra. Y otra más…
Mientras él trabajaba, ella reorganizaba las cosas, clasificaba la ropa, decidía dónde debía ir el cambiador y qué faltaba comprar. Javier estaba al borde del colapso por su “ayuda”, pero temía decepcionarla. Entonces, su madre anunció su decisión: se quedaría unos meses para ayudar con el bebé. Porque ellos solos no podrían.
Cuando dieron el alta a Lucía, fueron a recogerla todos juntos: sus padres, Javier y, por supuesto, Carmen, radiante. Lucía notó al instante que algo había cambiado. Cortinas distintas, los muebles movidos, todo olía diferente. Sus padres se marcharon. Carmen no. Ante la mirada muda de su esposa, Javier musitó: “Mamá se quedará un tiempo. Para ayudar…”.
Lucía estaba agotada tras el parto, pero no veía alternativa. Y esa misma noche empezó el infierno: “No lo coges bien”, “Así no se envuelve al niño”, “Llora porque no sabes mecerlo”. Lucía aguantó en silencio hasta que Carmen le arrebató al bebé de sus brazos. Ahí estalló.
—Gracias por ayudar, pero ya puedes irte— dijo con calma. —Este es mi hijo. Y yo lo meceré. Sola.
Carmen puso los ojos en blanco, profundamente ofendida. Javier también intentó protestar, pero la mirada de Lucía lo calló. Ella estaba tranquila. Fuerte. Era su casa. Su familia.
Carmen recogió sus cosas. Y no volvió. Javier entendió que su esposa necesitaba apoyo, no órdenes. Y Lucía sintió por primera vez que era la verdadera dueña de su hogar. No importaba cuánto hubiera pasado desde el parto: lo importante era que no se dejó doblegar.