«Visita inesperada de la suegra: la visita que lo cambió todo»

«Entré al piso de mi hijo»: cómo la inesperada visita de la suegra lo puso todo patas arriba

Lucía despidió a su marido, Adrián, con un beso en la mejilla y, tras cerrar la puerta, decidió tomarse un respiro. El día prometía ser agotador: teletrabajo, tareas domésticas y todo eso en un piso de alquiler que ella y su marido habían tomado tras casarse en Sevilla. Apenas volvían de la luna de miel y aún no se habían acomodado del todo. El apartamento no era suyo, pero era acogedor—con buena reforma, cálido, luminoso y con vistas al río. Los dueños, tras buscar inquilinos durante meses, los habían elegido a ellos: una joven pareja de buena educación.

Aquel día, Lucía estaba en modo teletrabajo. Su horario era flexible: unos días en la oficina, otros con papeleo y el resto, conectada desde casa. Se sentó frente al portátil, abrió el correo y se disponía a empezar cuando sonó el timbre. No esperaba a nadie. Tras la puerta estaba su suegra, Doña Carmen.

—Buenos días—dijo Lucía, entrecerrando los ojos.
—Vengo a ver a mi hijo. ¿Qué haces ahí plantada? Déjame pasar—exigió la suegra, avanzando sin esperar invitación.

—Adrián no está. Ha ido a trabajar.
—Da igual. Esperaré—contestó ella, dirigiéndose a la cocina.

—Espere… estoy trabajando. Tengo videollamadas programadas. Venga esta noche, cuando Adrián esté en casa—respondió Lucía, conteniéndose y bloqueándole el paso.

Doña Carmen torció el gesto, pero dio media vuelta y se fue. Esa noche, Adrián pareció sorprendido:

—Mamá se quejó de que ni siquiera le ofreciste un café.
—Adrián, ya sabes cómo es. Se presenta sin avisar, como si esto fuera su casa. Estoy trabajando, y ella exige atención como en un hotel. ¿O acaso no recuerdas cómo se comportó en el piso anterior?

Adrián se encogió de hombros:

—Así es mi madre. La he invitado a comer el sábado. Intentémoslo de nuevo, con calma.

Lucía asintió, pero añadió:
—El viernes tengo limpieza, y el domingo vamos al cumpleaños de unos amigos. Todo está planificado.

La comida del sábado transcurrió sin mayores incidentes. La suegra se sentó, comió en silencio, pero de vez en cuando soltó algún comentario ácido.

—Este piso es demasiado caro. En las afueras podríais haber alquilado algo más modesto. Y además, tus padres tienen casa propia, ¿no había sitio? Podríais haber vivido con ellos y ahorrado para algo vuestro.

Lucía respondió con calma:

—Pregúntale a Adrián si quiere vivir con mis padres.

—Ni hablar—intervino él—. Necesito mi espacio.

—¡Pero el piso no es vuestro!—replicó Doña Carmen, desafiante.

—Durante un año, sí lo es. Pagamos por él y nos gusta—dijo él.

Entonces, la suegra propuso:

—Veníos a mi casa. Tengo tres habitaciones, hay sitio de sobra.

—No, mamá. Nos visitaremos, pero vivir juntos no es buena idea. Tenemos ritmos distintos.

La semana siguiente, Lucía volvió a trabajar desde casa. Adrián salió temprano y ella decidió echarse una siesta. Pero pronto la despertó el aroma a café recién hecho. Se extrañó: su marido ya se había ido y no lo había preparado. ¿Quién entonces? Se puso la bata, fue a la cocina y… se quedó de piedra. Allí estaba Doña Carmen, sentada a la mesa, tomando café con un trozo de bizcocho.

—¿Cómo ha entrado usted?—preguntó Lucía, seria.

—Tengo llave. Las dejó mi hijo. Como es su piso, lo que es suyo es mío.

—¿De dónde sacó la llave?—sis—En el llavero del recibidor el sábado pasado, y me la quedé —respondió Doña Carmen con toda tranquilidad.

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