La suegra decidió mudarse con nosotros. Pero no esperaba que yo me callara.
Durante seis años, Álvaro y yo ahorramos para comprar nuestra propia casa, privándonos de casi todo. Al fin, conseguimos un pisito de dos habitaciones, acogedor y luminoso, aunque con una reforma sencilla. Iba a ser el comienzo de una nueva etapa: en familia y feliz. Lucía estaba embarazada, a punto de dar a luz, solo faltaban unos días. Todo estaba preparado: la maleta lista, el rincón del bebé organizado, y solo quedaba una última limpieza antes de empezar nuestra vida como padres.
Lucía siempre había soñado con tener su propio espacio, sin el control de los padres y, sobre todo, sin la intromisión de su suegra. Con Carmen Martínez, la relación siempre fue… complicada. La mujer adoraba decirle a todo el mundo cómo vivir, cómo respirar, incluso cómo fregar los platos. Hasta que un día Lucía no aguantó más y le soltó que no necesitaba sus consejos constantes. La suegra se ofendió y desapareció de sus vidas. Por un tiempo.
Cuando Álvaro llevó a Lucía al hospital, no podía imaginar la sorpresa que le esperaba. Al día siguiente, su madre llamó para anunciar que iba a visitarlos. No le dio tiempo a protestar. Carmen llegó con todo su equipaje, escudriñó el piso con aire de inspectora: el recibidor —«no está mal»—, las cortinas —«horribles»—, la cocina —«un horror brillante, ¡ahora tendrás que limpiarla a diario!». Hurgó en la nevera, insultó los congelados y anunció que al día siguiente haría cocido. Álvaro intentó tomárselo a broma, cambiar de tema, pero fue inútil. Su madre se puso un chándal y, como un general, se dispuso a inspeccionar las demás habitaciones.
Por la noche, él quiso llevarla de vuelta a su casa. Pero escuchó: «Me quedo a dormir. No puedes estar solo, por si acaso traen a Lucía mañana». Y se quedó. Una noche. Dos. Tres…
Mientras él trabajaba, ella reorganizaba la casa: cambiaba las cosas de sitio, ordenaba la ropa, decidía dónde debía ir el cambiador y qué faltaba comprar. Álvaro empezaba a volverse loco con su «ayuda», pero no quería decepcionarla. Entonces, la suegra soltó la bomba: se quedaría unos meses para ayudar con el bebé. Porque ellos solos no podrían.
Cuando dieron el alta a Lucía, toda la familia fue a recogerla: sus padres, Álvaro y, por supuesto, Carmen, radiante de felicidad. Lucía notó al instante que algo no iba bien. Las cortinas eran distintas, los muebles estaban cambiados de lugar, hasta olía diferente. Sus padres se fueron a su casa. La suegra, no. Ante la mirada muda de su mujer, Álvaro balbuceó: «Mamá se quedará un tiempo… para echar una mano».
Lucía estaba agotada del parto, pero no vio otra salida. Y esa misma noche empezó el infierno: «No lo coges bien», «Lo envuelves mal», «Llora porque no sabes mecerlo». Lucía aguantó en silencio hasta que la suegra le arrebató al niño de los brazos. Ahí se colmó el vaso.
—Gracias por la ayuda, pero puedes irte —dijo con calma—. Es mi hijo. Y yo lo meceré. Sola.
Carmen puso los ojos en blanco, profundamente ofendida. Álvaro intentó protestar, pero la mirada de Lucía lo dejó callado. Ella estaba tranquila. Fuerte. Era su casa. Su familia.
Carmen hizo las maletas. No volvió. Álvaro entendió que su mujer no necesitaba órdenes, sino apoyo. Y Lucía, por primera vez, se sintió dueña de su vida. No importaba cuánto tiempo hubiera pasado desde el parto: lo importante era que no se había dejado vencer.