“Me prometió amor, pero solo quería el piso”: La historia de mi madre, que se enamoró del hombre equivocado
Mi madre siempre tuvo un corazón enorme. Dedicó su vida entera a mi hermana y a mí. Trabajaba como maestra en un colegio y por las noches daba clases particulares para que no nos faltara de nada. Perdimos a nuestro padre muy pronto—él se fue cuando yo tenía seis años y mi hermana apenas tres. Mamá cargó con todo el peso sin quejarse, sin llorar—simplemente siguió adelante como pudo.
Vivíamos en el piso de mi abuela, que había heredado mamá. La vida era humilde, pero cálida. Tras terminar el instituto, mi hermana y yo fuimos a la universidad, nos casamos, tuvimos hijos. Íbamos a visitarla a menudo; ella cuidaba de sus nietos encantada, cocinaba nuestros platos favoritos, reía. Creíamos que estaba bien. Que le bastaba con nuestro cariño, nuestros abrazos, nuestras llamadas. Pero no era suficiente.
Aquel año, decidimos darle una sorpresa por su cumpleaños. Le dijimos que no podríamos ir—que estábamos hasta arriba de trabajo. Mientras, en secreto, ya estábamos de camino con globos, flores y una tarta. Cuando abrió la puerta, en sus ojos no hubo alegría, sino desconcierto. Titubeó, murmuró algo sobre un alumno que había venido a clase. Nos miramos. Y luego entramos.
En la mesa del comedor había un hombre. En ropa interior. Un cigarrillo en la boca, una cerveza sobre la mesa. Y, efectivamente, era su “alumno”. Solo que era un adulto, más bien calvo y nada adolescente. Nos quedamos heladas, pero callamos. Él, al vernos, se levantó de un salto, balbuceó algo sobre una urgencia en el trabajo y salió pitando.
Mamá, en cambio, se enfadó. Le dolió que llegáramos sin avisar. Pasaron seis meses sin que hablara con nosotras: no cogía el teléfono, no respondía a los mensajes. Yo esperaba que se le pasara el enfado. Hasta que un día fui sola, decidida a reconciliarme, a decirle que no nos importaba que tuviera una vida propia.
Él fue quien me abrió la puerta. Y lo primero que me soltó fue: “No está. Y no vengáis más por aquí”. Intenté explicarme, pero él… me empujó. Caí al suelo, me golpeé la cabeza. Diagnóstico: conmoción cerebral. Cuando mi marido se enteró, corrió a casa de mamá. Pero en lugar de apoyo, recibió amenazas y acusaciones: según ella, yo había sido la que agredió a su hombre, la que armó el escándalo. Y ella estaba de su parte. Del lado del que me había pegado.
Intentamos encontrar a ese tipo, pero parecía haberse esfumado. Hasta que, dos semanas después, una alumna de mamá me escribió desesperada: necesitaba dinero urgentemente, estaba en una situación horrible. Me quedé en shock. Mamá no respondía. Avisé a toda la familia: no le enviéis ni un euro, está bien. Aunque yo misma no sabía nada de ella.
Pasó casi un año. Y de pronto, una llamada. Mamá. Llorando. Con la voz temblorosa. Y me lo contó todo.
Resultó que su “joven” galán llevaba todo ese tiempo coludido con su verdadera novia. Querían quedarse con el piso. Él la había alejado de nosotras. Mamá había estado a punto de traspasarle la propiedad. Pero, por casualidad, vio sus mensajes con esa mujer. Y lo echó de casa. Lo tiró a la calle. Se quedó sola, destrozada, vacía. Solo entonces se acordó de nosotras.
Mi marido y yo fuimos ese mismo día. La abrazamos. La calmamos. Lloraba, pedía perdón. Se lo dimos. Porque, al fin y al cabo, era nuestra madre. Una mujer frágil, cansada de la soledad, que solo quería amor. Y lo que encontró fue traición.
Ahora está de vuelta con nosotras. Estamos juntas. Vuelve a jugar con sus nietos, a hacer pasteles. Pero a veces mira por la ventana, como comprobando que él no vuelve. Y nosotros rezamos para que nunca lo haga.