Solo quería adoptar al hijo de su exmujer. Y resultó ser su propio hijo…
Cuando Elena dejó a Javier, sintió como si el corazón se le hubiera arrancado del pecho. Seis años juntos, cuatro de ellos viviendo bajo el mismo techo. La había amado con esa devoción que duele, con esa pasión que solo nace del alma. Pero ella eligió a otro. Uno con más dinero. Le prometió un piso en Madrid, una vida sin preocupaciones y libertad para gastar sin mirar cada céntimo. Y Javier se quedó solo, destrozado, como un hombre sin rumbo.
Se refugió en el trabajo. Solo volvía a casa para dar de comer a su gato, Peluso. Los amigos quedaron atrás, los pasatiempos también. Sin embargo, al cabo de dos años, ascendió a jefe de departamento y luego montó su propia empresa. Fue entonces cuando el dolor empezó a ceder. Recuperó el tiempo para vivir, para la gente, para sí mismo.
Hasta que un día supo la triste noticia: Elena había muerto. Su nuevo marido, aquel hombre “acomodado”, la maltrataba, y en una de sus peleas, ella cayó… de modo fatal. Dejaba atrás a un niño pequeño, a punto de ser enviado a un orfanato. Javier no lo dudó: fue a verlo.
El niño estaba sentado en un rincón, llorando en silencio, con la mirada perdida en la pared. Pequeño, frágil, deshecho. Como si el mundo se le hubiera venido encima. Javier no pudo soportarlo. Comenzó a visitarlo cada día, llevándole juguetes, dulces, quedándose a su lado. El niño, poco a poco, se acercó a él. Y entonces, Javier tomó una decisión: lo adoptaría. Aún amaba a Elena. ¿Cómo iba a dejar a su hijo solo en este mundo?
En unas semanas, el niño se mudó con él. Un año después, Javier ya no concebía su vida sin ese pequeño. Era su hijo en todo menos en sangre: alegre, listo, de corazón noble. Paseaban, viajaban, reían en las ferias. Hasta que, en el cumpleaños de un amigo, alguien le dijo:
—Oye, ¿estás seguro de que no es tuyo? Es clavado a ti…
Javier sonrió con ironía:
—No, Elena me lo habría dicho.
—¿Y si ella tampoco lo sabía?
La idea no le dejó en paz. Hizo una prueba de ADN. El resultado fue claro: era su hijo. Su propia sangre.
No supo qué sentir: alegría, dolor, culpa. No había sabido que tenía un hijo. Y Elena… quizá tampoco lo supo. O quizá calló.
Ahora entendía por qué el niño le había resultado tan familiar desde el principio. Por qué se acercó solo a él. No solo había salvado a un niño de la soledad. Había traído a casa a su propio hijo. Y aunque el pasado no podía cambiarse, ahora tenía la oportunidad de enmendarlo… por el niño, por Elena, por sí mismo.