Chicas, me duele hasta escribir estas líneas, pero ya no puedo guardármelo más. Mi hijo—el único que llevé en mi vientre, que crié y eduqué—ahora actúa como si yo no existiera. Y todo comenzó cuando ella apareció en su vida: su esposa, mi nuera. Aún no entiendo en qué me equivoqué. ¿Dónde fallé? ¿Cómo puede alguien de mi propia sangre apartarse con tanta frialdad de su madre?
Crié a mi hijo sola. Hubo hombres en mi vida, pero ninguno valió la pena: unos se aprovecharon de mi bondad, otros simplemente desaparecieron. Quizá era mi carácter, o quizá solo anhelaba tanto amor que confundí cualquier cosa con él. En los 90, me partí la espalda en varios trabajos, ahorrando hasta en lo básico con tal de que a mi hijo no le faltara nada. Avancé agotada, sin quejarme, sin dormir noches enteras.
Luego llegó alguien que fue nuestra salvación. Casado, sí. Pero nos ayudó. Lo más importante: consiguió trabajo para mi hijo en una petrolera. Nos apoyó, poco pero constante, cuando nadie más lo hacía. Gracias a él, mi hijo se formó como técnico, luego en la universidad, hizo prácticas y se estableció. Siempre creí en él, incluso cuando soñaba con emprender en lugar de conformarse con un sueldo fijo. Yo le daba dinero, aunque tuviera que vivir a pan y agua.
Después conoció a una chica. Guapa, pero me pareció algo superficial. Quedó embarazada rápido. ¡Iba a ser abuela! Ayudé con la boda. Un conocido nos prestó para los anillos. Fue la primera señal: ella eligió uno más caro que el presupuesto entero, sin consultar. Le sugerí con cuidado que quizá algo más modesto, pero igual para los dos. Me miró con odio. Desde entonces, fui su enemiga número uno.
Me callé. Aguante. Hasta les compré un coche para que él pudiera tener ingresos extra. Pero todo se torció. Vendieron el coche, el dinero escaseó. Sus padres le reprochaban: «¿Qué clase de hombre no mantiene a su familia?» Pronto, el divorcio. Mi hijo cayó en el alcohol. Perdió el carné. Yo lo saqué del pozo. Después emprendió. Cuando volvió el dinero, ella regresó. Él se lo permitió. Y a mí, me empezó a evitar.
El negocio está a mi nombre por deudas. Él paga, pero poco. Se enganchó a las apuestas, esperando ganar y recuperarlo todo: a su mujer, su familia, la estabilidad. Volví a darle dinero—para empleados, alquiler, insumos. Juró que todo mejoraría. Yo confié. Luego exigió más: que dejase mi trabajo para ayudarlo. Lo dejé. Ahora solo espero a que se acuerden de mí. Casi nunca lo hacen. Ni siquiera puedo comprarle nada a mi nieta—no tengo para eso. Solo me llaman si necesitan algo.
Me regaló un coche—bonito, nuevo. Pero ni para gasolina ni seguro me da dinero. A veces se lo lleva y me lo devuelve roto. Una vez tuve una urgencia y no arrancaba. Y eso que aún pagaba el crédito de su coche anterior—lo firmé por él. Primero pagaba, luego dejó. ¿Y yo? Callo. Porque soy su madre.
Les di una parte de mi piso. En Navidad o cumpleaños, no me invitan. Una vez fui a su trabajo y me gritó. Dijo que lo avergonzaba. ¿Por qué? Yo no bebo, publiqué en revistas literarias, pertenecí a la Asociación de Escritores, leí, trabajé toda la vida. No soy una vieja cualquiera de escalera.
A veces pido perdón—por todo. Sin siquiera saber por qué. Un simple «Perdona si hice algo mal». Ahora me han bloqueado. No contestan llamadas ni mensajes. Me quedé en silencio, y esta soledad me está volviendo loca. Me siento junto a la ventana, veo pasar a otros hijos, y me pregunto: ¿qué hice para merecer esto? ¿Por qué mi hijo—mi todo—decidió que ya no me necesita?
Lloro por un dolor que no puedo expresar ni superar. Lloro porque quien debía ser mi apoyo es ahora el más lejano. Solo me quedan recuerdos y una esperanza: que algún día recuerde cómo le sostenía la mano cuando tenía miedo. Cómo estuve a su lado cuando el mundo le daba la espalda. Y que entienda que una madre no traiciona. Una madre… solo ama.